La mano guidoniana
Llega la noche de sembrar el fruto, y quizá también la fruta. Noche entre todas profana, en la que para bien entrar deberíamos previamente, como en el himno que hoy toca, limpiar nuestros sucios labios (solve polluti labii reatu). Norma higiénica siempre digna de alabanza, tanto más antes de castigarlos con esa fecunda carga de efusiones y amoríos que a la noche les espera. Sin embargo, y por saludable que el consejo parezca, hay en él un monstruoso equívoco, un irónico malentendido, porque no es ése, me temo, el espíritu de los versos del himno a San Juan Bautista. En todo caso este cántico gregoriano ensayaría una elevación del espíritu que bien podría situarlo por encima del estruendo nocturno de los amantes. Pero, tal y como vienen dadas, es mal día para sublimarse, y creo que los cuerpos celebrarán su armonía atendiendo a sus propias fuentes e instintos.
Pero, si cada cual puede ceder a su deseo y a su estilo de armonía vital, tampoco veo razón para no escuchar hoy las antiguas músicas, aunque rebajen el estado de celo. Así que tomemos con cariño la sabia mano de Guido d'Arezzo para dejarnos guiar y ascender por esa escala que él construyó el primero. El himno del que hablamos contiene en el inicio de sus seis primeros hemistiquios las sílabas que identifican las seis primeras notas musicales Ut-Re-Mi-Fa-Sol-La de la escala de Do. La versión que ahora escucho, en la cálida voz de un sexagenario como Giovanni Vianini, pone a la antigua melodía una curiosa nota de sencillez y frescura donde muchos esperarían un lamento afligido y sórdido. No diré que el canto lleve nuestros cuerpos al éxtasis, y menos si se escucha y canta según el rito en los maitines, pero infunde sosiego en quienes ya no aspiramos a tanto, y ánimo para entonar el día.
Ut queant laxis, Letra: Paulo Diacono (s. VIII), Música: Guido d'Arezzo (s. XI)
Giovanni Vianini, Dtor. Schola Gregoriana Mediolanensis
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