De compras en el mercado, Marcos Soriano (2009)
http://remontando-el-vuelo.blogspot.com
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Nadie va al mercado para oír voces bien timbradas, ni para colarse en un sainete, ni para escuchar las viejas tonadas. Ya sabemos que no vamos a una zarzuela ni a la ópera. Sin embargo, aquello reúne sobradas cualidades escénicas, además de ofrecer otras sorpresas. Desde luego, lo primero que llama nuestra atención frente a cualquier puesto de venta es el colorido y la variedad de la mercancía. Pero alrededor de esa materia está toda la música que la rodea. El lenguaje, quizá sea lo más chocante, con esos diálogos directos y vivaces, con esos giros llenos de intención, engranando peticiones y preguntas con sesgadas e inmediatas réplicas, chispeantes o no, según el ánimo y el talante del vendedor, que al fin y al cabo es quien dirige y mantiene la escena.
El propio punto de partida es curioso, sobre todo si se contempla con cierta perspectiva. El que abre la venta como mercader (parece que cuesta darle su título, por muy anticuado que parezca) muestra al público, sin dejar ver sus necesidades, provisiones sumamente apetecibles, y a partir de ahí impone su juego. Un juego bastante abierto en cuanto a intereses, donde el comercial y el escénico parecen confundirse a veces. Desgraciadamente se han ido restringiendo en ese juego las variantes más imaginativas, las que daban cierto colorido al concurrido encuentro, hasta reconducirlo todo a una mera transacción comercial. Se han erradicado por esa vía aquellas viejas fórmulas con diálogo abierto, las que suponían cierta inventiva contractual, entre ellas el tanteo, el trueque, el regateo y la subasta. Las razones son relativamente simples: el comprador urbano, digamos el burgués de a pie, encuentra en ellas más incomodidad que transparencia.
No es tanto una cuestión de justiprecio, sino el hecho de que el comprador se siente en inferioridad ante una dialéctica irreconocible, y no siempre ajena a las picarescas. Aceptar ese inocente grado de indefensión cuando se maneja el dinero no le resulta de recibo. Con los reglamentos comerciales al uso, la situación se ha invertido a su favor, quedando poco del primitivo juego. En la escena muda la compra sigue ahora para todos el mismo guión: el nuevo consumidor va paseando taciturno por el circuito y sólo se muestra inquisitivo en presencia de la mercancía, que toma ocasionalmente en sus manos encandilado por su aspecto, formato o cualquier otra fantasía. De vez en cuando se oyen breves cuchicheos y de fondo cae sobre todos un runrún musical como lluvia fina. Bajo esa anestesia, apenas llega a advertir el final de la operación. Repentinamente despierta como sobresaltado, como atrapado fuera de lugar, cuando la dependienta le pregunta «¿tarjeta o efectivo?».
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