Para entrar en el mundo de Johann Sebastian Bach va uno mejor vestido de explorador que de analista. Tan impresionantes son los cimientos de sus obras, tan firmes las estructuras y tan airosos los desarrollos, que nada parece amenazar o faltarle a sus arquitecturas musicales. Tan absurdo como contemplar un palacio sobre los planos delineados, siguiendo su fábrica planta a planta, sería acudir al edificio para medir el calibre de las columnas o la anchura de los vanos. Con Bach son muchos los que se han afanado en esas tareas buscando la precisión, con la probable intención de fijar los términos numéricos de la belleza musical. Para cifrar ese canon han analizado unas veces la gama de tonalidades e intervalos empleados y otras la complejidad de su escritura contrapuntística. Lo que podemos decir después de muchas páginas de profuso análisis es que se corre el riesgo de convertir todo el talento de Bach en mero esfuerzo y de reducir su estilo a una prodigiosa habilidad para el cálculo. A finales del XVII, necesitados de ese lenguaje universal, que traduce emociones sin reparar en credos y naciones, hubo quien lo asoció a la música, siguiendo la vieja pauta pitagórica, con su trasfondo místico y a la vez cósmico. No debería extrañarnos que fuera Leibniz, impulsor de una Characteristica universalis, el que afirmó en aquellos días «la música es un ejercicio de aritmética secreta y el que se entrega a ella ignora que maneja números». Puede que Bach padeciera esta ceguera y que se desconociera como experto aritmético en su ejercicio musical, aunque no hasta el punto de ignorar la importancia de los números en sus estimaciones. Sin mostrarse abiertamente pitagórico, lo menos que puede decirse es que se dejó llevar de sus sobresalientes dotes analíticas para articular obras que aúnan grandes dosis de virtuosismo y sutileza.
Sucede que nuestro tiempo es más propenso a celebrar el virtuosismo que a estimar en su justa medida la sutileza. Del primero tenemos sobrados analistas, pero para reconocer la segunda faltan auténticos exploradores. Sin embargo, por lo que sabemos, no era ese exactamente el signo definido de la época. El intento fue más bien el de hacer verbo y gramática en la música, el de crear lenguaje y norma sin perder de vista la doctrina de los afectos, de la que encontramos en Malebranche, en Shaftesbury y en otros filósofos cumplidos ejemplos. En algunos casos, como en el de Mattheson, la alabanza de los sentidos en la música se hace aún más manifiesta, en directa competencia con un pitagorismo tradicional y renacentista del que abomina con rotundidad. Incluso una posición más cartesiana como la de Buttstett recibe de Mattheson esta invectiva: «Mi piadoso numerosissime domine Mathematicotere, ¡estás lejos de ser el héroe que fuiste bajo el régimen pitagórico!». No parece que Bach fuera de su cuerda, de hecho no aparece referenciado entre los 147 músicos alemanes consultados con vistas a su libro póstumo. Tampoco se puede decir que Bach se desentendiera del virtuosismo. De hecho, hay una escritura virtuosista en la elección y composición de las formas musicales y hay también una invitación a los intérpretes para explorar los limites de su instrumento.
Para el clavecín Bach entregó a la imprenta numerosas obras. La serie formada por las suites Francesas, las Inglesas y las Partitas, que algunos denominan suites Alemanas, muestra dentro de un mismo género la distancia entre los ejercicios de adecuación, los de dominio y los de maestría. Dentro de esta serie, las Partitas son las más alejadas del molde inicial, convenido como una sucesión de danzas, y también las más libres en su orientación. Hay más sintonía entre las distintas danzas o movimientos de cada una de ellas que entre las distintas gigas incluidas en cada una de las suites. Y no es sólo una cuestión de tonalidad o de estilo, hay cierta unidad de carácter que se revela en cada una de las partes. A esta unidad de carácter es a la que debe atenerse indudablemente el intérprete, porque es el refugio de la sutileza. Y de nada puede servir que luzca su virtuosismo, si no consigue integrar las distintas piezas dando muestras de ella.
Me he fijado en la Partita nº4 en re mayor, en su transcripción para piano. No porque tenga un carácter o una dificultad especiales, ni porque esa tonalidad transmita, según Mattheson, un aire marcado y definido, o imprima un espíritu guerrero o alegre. Simplemente disponía de suficientes interpretaciones al piano como para apreciar cuándo ese virtuosismo, que la partitura exige, entraña en los intérpretes alguna sutileza. He escogido en la Partita el comienzo de la Courante, donde el tema se expone, a la vez que se hace presente la timidez, la elegancia, el brillo, la solemnidad o cualquier otra marca de interpretación. Diré que cada vez me gustan menos las interpretaciones de referencia, los artistas indiscutibles, esos fraseos almibarados o acelerados, esas digitaciones sobreactuadas y portentosas. En una palabra, los alardes. Lo que me interesa es ver cómo el intérprete se acomoda a la partitura, dónde carga su acento, dónde se entona, dónde se pierde y dónde se estremece. Es a eso a lo que le llamo explorar la obra, llevado evidentemente de su mano o de sus manos. Se perdería toda sutileza, si tras establecer un baremo, fijara con él puntuaciones para dar con un ganador, con el indiscutible campeón de la Partita. Para probar con la exploración podemos recurrir a las citas que siguen. Sin ningún ánimo de guía, subrayaría en Andras Schiff el desgranado de las notas, el ritmo vivaz y la paleta de colores; en Tatiana Nikolayeva encuentro sobre todo claridad, afán de modulación y volumen, con el que consigue cierta rotundidad; en Glenn Gould el ritmo ligeramente sincopado logra rescatar una entonación un poco desmayada, pero cautiva ese sonido percutido y el juego de la mano izquierda.
Inicio de la Courante de la Partita nº4 en re mayor BWV 828
1. Andras Schiff (Decca, 1984)
2. Tatiana Nikolayeva (Concierto en Budapest, Hungaroton, 1955)
3. Glenn Gould (CBS, 1963)
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