lunes, 7 de junio de 2010

La paradoja de Leinbach


La versatilidad del infinito hace que sirva de oscuro tránsito a través del cual sacar a la luz analogías bien curiosas. La filosofía escolar nos ha familiarizado con las paradojas de Zenon de Elea sobre el movimiento. Aristóteles en su Física presenta las cuatro que se le atribuyen, y autores posteriores han resaltado el hecho de que prácticamente todas se basan en un argumento similar. En el caso, por ejemplo, de la carrera de Aquiles y la tortuga, Aquiles da un trecho de ventaja a la tortuga antes de empezar a correr, pero para cuando alcanza el punto en que la tortuga se encontraba, ésta se ha desplazado un poco más allá. Aquiles vuelve a correr hacia el nuevo punto, pero al llegar la tortuga ya se ha desplazado. Este movimiento se repite ad infinitum, por lo que como conclusión, según Zenon, tendríamos que Aquiles nunca alcanza realmente a la tortuga. Muy similar es la del corredor que debe recorrer una distancia fija. Para hacerlo debe cubrir primero la mitad de ella, después ha de recorrer la mitad de lo que falta y así sucesivamente. Como el proceso de encontrar la mitad de una distancia siempre es posible, nunca se recorrerá la distancia inicial por completo y el tiempo empleado será infinito.

Lápida de Arthur Schnitzler, su hermano y su hijo en el cementerio de Viena

De esta última paradoja es de la que existe una llamativa trasposición, en la que aparece revestida de un halo inesperado y con consecuencias subversivas para el credo religioso judeocristiano. En ella el corredor de la paradoja anterior es ahora un hombre cualquiera que contempla su recorrido vital y mira a su término a la muerte. Por boca del Dr. Leinbach, un personaje de la novela Huída a las tinieblas (Flucht in die Finsternis, 1931), propone su autor Arthur Schnitzler una argumentación, basada como las de Zenon en el infinito, que permite probar que la muerte no existe. Según el Dr. Leinbach «en el momento de rendir el alma, el ahogado revive en un segundo, y a una velocidad inapreciable para los demás, toda su vida, y de igual modo debe ser en los otros moribundos. Ahora bien, como esta vida interior tiene un último instante que a su vez tiene un último instante, etc., la muerte no es más que la eternidad… concebida como una serie matemática infinita». Siguiendo el mismo hilo argumental que Zenon cuando habla de recorrer la mitad de la distancia o de ir al punto que ocupaba la tortuga, en este proceso uno se va aproximando siempre a la muerte, aunque realmente a ella no se llega nunca.

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