jueves, 17 de junio de 2010

Teatro de la naturaleza


La última erupción del Vesubio en 1944 causó más estragos en el 340º Grupo de Bombardeo aliado que la aviación de combate y la artillería antiaérea alemanas. El 24 de Marzo, ante los graves desperfectos sufridos en la flota área, con 78 aviones B-25 destruidos, el mando ordenaba evacuar el aeródromo de Pompeya, cubierto para entonces por unos 30 centímetros de cenizas del volcán. El 17 de Marzo el Dr. Powers, integrante del grupo, reflejaba así en su diario el comienzo de la pesadilla: «Mientras estábamos terminando de cenar, alguien llamó para decir que había unas enormes corrientes rojas de lava fluyendo por las laderas del monte Vesubio. Fue todo un espectáculo para la vista. Nunca habíamos visto nada igual en la noche -por lo general un resplandor tenue y rojizo a lo sumo. Mientras contemplábamos las corrientes, fluyendo como dedos gigantes por las laderas, pudimos ver un resplandor en el cielo. Hubo durante toda la noche y el domingo temblores de tierra con tremendos rugidos –parecidos a truenos- desde el Vesubio. Las ventanas rechinaban, y vibraba todo el edificio». Dos semanas después todo había concluido. En las anotaciones del día 30, Powers evocaba, frente a la lava aún humeante, el rigor destructivo que en su día habría arrasado Pompeya.

Joseph Wright, Vesuvius from Portici (c. 1774-1776)
The Huntington Library, Washington

Del alcance y circunstancias de la tragedia del año 79 d.C. tenemos noticia por dos cartas que Plinio el Joven envió a Cornelio Tacito. De otras erupciones posteriores existen igualmente testimonios documentales más o menos dramáticos. En todo caso la descripción relativamente contenida del oficial americano contrasta con la visión un tanto teatral ofrecida por Joseph Wright en un óleo pintado en torno a 1774. El volcán aparece en él como escenario de un fastuoso y violento espectáculo de la naturaleza, cuajado de luces y sombras, donde las nubes de ceniza se ciernen sobre un paisaje aún intacto pero desvalido, y también deslumbrado por las tremendas y amenazantes llamas que se elevan desde el cráter. En un segundo plano, acunada entre verdosas nubes, la tenue luz de la luna se mantiene ajena al desastre, como una conmovedora y firme esperanza.

El conjunto tiene algo de emblemático, en el sentido más clásico. Estamos en 1774, sólo unos años después de haberse iniciado las excavaciones de Pompeya y Herculano. A Italia afluyen los viajeros ingleses y alemanes. Goethe publica ese mismo año su Prometeo, Haydn había presentado dos años antes sus Cuartetos del Sol. El movimiento del Sturm und Drang se hace visible, consiguiendo que el genio poético y la devoción naturalista desplace los equilibrios formales racionalistas heredados del siglo anterior. Se revitalizan de ese modo géneros abandonados, a medida que van surgiendo nuevos, siempre con la intensidad como vector dominante en la composición de las obras. En el propio cuadro destaca, como impresa en la solvente arquitectura compuesta por el cono y el círculo, la cegadora luz que aviva como un ojo gigantesco la tempestad que acecha. Este espíritu emblemático ha sobrevivido entre los artistas ingleses de la mano de Blake y se ha proyectado con los románticos hasta el propio siglo XX, donde ha sido recogido por autores literarios como Tolkien. Del mismo modo que el cuadro podría ser un inmejorable escenario para el último acto del Don Giovanni de Mozart, parece la más vívida representación del monte del Destino, aquel donde se forjaron los anillos.

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