sábado, 24 de julio de 2010

El halcón peregrino



Una pequeña ciudad sin aeropuerto. A la sombra, en una plazoleta salpicada de bancos. Al público en general, en el tronco de un árbol. El reclamo dice bien poco del personaje y sus antecedentes (ni su nombre siquiera), un poco más de los beneficios derivados. Tampoco dice, como en los carteles de antaño, si vivo o muerto, aunque parece que se le quiere sacar algún partido al operario prófugo. Aburrido un día de mover el cascabel delante de cuatro palurdos, de ahuyentar estorninos, golondrinas y gaviotas, y de esquivar en las últimas esos monstruosos pájaros de hierro, el halcón parece haber decidido rehacer su vida. Algo previsible. Son así los halcones peregrinos, ingratos y de poco fiar. Un día te sirven diligentes y al otro se fugan para recuperar su dignidad. Ellos son como son, pero así los ven y consideran sus patrones. No han aprendido que el hastío del paniaguado los consume y que siempre les animará el designio de su especie: volar, cazar y peregrinar.

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