Hasta hace poco en el debate político funcionaba el manejo de etiquetas. Uno era de izquierdas, otro conservador, el siguiente liberal y así hasta completar el espectro. La etiqueta era el modo habitual de identificarse para acotar terreno y espantar intrusos, o de identificar al otro y señalar la diferencia. Hoy sólo algunos ingenuos piensan que la etiqueta otorga título de propiedad sobre un sector del cuerpo electoral. Son más los que en vez de etiqueta buscan acuñar algún tipo de marca para venderla como un fetiche a sus devotos y evitar así la demostración de virtudes salvíficas de su invento político.
Parece que en régimen de mercado sin una marca registrada nadie es bienvenido al juego de la competencia y que las reglas que rigen ese mercado pueden acabar primando sobre el debate de las ideas. En realidad, las ideas hoy apenas se discuten, se inculcan pedagógicamente para hacerlas valedoras del propio juego político y de sus ventajistas. Que las ideas quedan trastocadas es evidente con mirar a las palabras. Si uno escucha con cierta atención los discursos, se le hará difícil responder diccionario en mano de algunas de las palabras más empleadas. En boca de los nuevos campeones de la retórica política palabras como terror, libertad o democracia deberían llegar subtituladas con su nuevo sentido. Hemos llegado a un punto en el que el juego de las etiquetas por neutro y convencional ha dejado de practicarse y en el que los grandes conceptos han pasado a ser la munición favorita de los discursos equívocos. Es ridículo que para dar con el sesgo de las palabras debamos informarnos sobre las aficiones y manías personales antes que sobre las convicciones del mensajero.
A falta de esa persuasión que los conceptos ofrecen, no es raro que se haya optado por la contundencia, aunque para ello se violente aún más el lenguaje de las calificaciones personales y se rebasen las garantías que salvaguarda. Una nueva práctica lingüística consiste en el secuestro y perversión de adjetivos inocentes, escogidos entre los coloquiales de mayor penetración entre el público. Con ellos el mensaje adquiere un sentido desfigurado, que tarda en apreciarse, pero muy útil para apuntar a lo políticamente extraño desde una hipotética normalidad. Últimamente el ejemplo más elocuente, no el único, es el de los ciudadanos contaminados, que bien podría extenderse a los irregulares, arrepentidos o irrecuperables. Cuando el sujeto es identificable y depositario de derechos, el epíteto aplicado resulta forzado, pero sirve de excusa para intervenírselos. Aunque la sociedad le reconozca como ciudadano, de no mediar aclaración, pasa una vez adjetivado a ser tomado por sospechoso. Para cierta clientela política atajar esa contaminación es un objetivo saludable, medien o no medien derechos. Nadie en ella apunta y cuestiona realmente al que impone a los demás ese estigma y abre camino a la persecución del señalado, adoptando el nivel de presión oportuno, medien o no medien las pruebas.
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