
A partir de ahí algunas curiosidades dignas de subrayar y que comprometen seriamente la honestidad de Huxley. Giran en torno a la expresión Philosophia perennis, repetida en la obra hasta la saciedad, como un auténtico mantra, y de la que se informa al inicio del libro como acuñada por Leibniz. Dándolo por válido, aunque no sea correcto, lo que sorprende en una obra tan prolija en citas y referencias es que nada se diga del origen de la expresión, y que de entrada se nos hurte esa primera cita (Lettre à Rémond, 26 août 1714), así como el contexto en que Leibniz aboga por esa filosofía. La nómina final de autores tampoco recoge ese extremo, ni se apunta lo que entendía con la expresión. No parece, por tanto, que Huxley tuviera en este punto a Leibniz por una autoridad conveniente para su mensaje, pero ¿había razones suficientes como para ocultar su idea de filosofía perenne?
En el inicio del prólogo, tras dar a su empresa el nombre introducido por Leibniz, Huxley sitúa apresuradamente su Philosophia perennis sobre tres ejes, a modo de principios teosóficos primeros. El primero, metafísico, señala que todos los seres se fundan en una Realidad divina; el segundo, psicológico, que el alma o el núcleo vital es algo similar a la divina Realidad; el tercero, ético, que la finalidad del hombre es el conocimiento de la Base inmanente y trascendente de todo el ser. Va un gran trecho de la filosofía acotada en estas divinas coordenadas a los argumentos esgrimidos por Leibniz en su carta a Rémond para intentar justificar el estudio de cierta filosofía perenne. Y eso por no hablar de lo extraño que resulta el enfoque de Huxley a la tradición hermética renacentista en la que el término, junto al de Prisca philosophia, tiene su auténtico origen. A unos les parecerá simplemente desdeñoso dejar a un lado a Leibniz para alabar modo sui la gloria del Señor, pero para otros la maniobra no deja de ser un truco intelectual que hace desmerecer a la obra y a su intento ecuménico.
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