Subiendo a Leateko Harria, A. Marín, 2010 ©
La mañana tenía algo de fantasmagórica por allá arriba. El hayedo, que reclama a veces nuestra atención con sus delicados matices en verde o con la soberbia envergadura de sus troncos, no se veía brillar. Hoy no era uno de esos días. Hoy era de aquellos en que recorrer el hayedo puede ser una experiencia inquietante. En estos casos todo suele empezar cuando sentimos nuestro peso en el crujir de las hojas y oímos su respuesta quejumbrosa a cada paso. La cadencia resuena entonces como una serie de latidos sosegados, puede llegar envuelta en el rumor de una cercana regata e incluso confundida con el revuelo del aire en las altas ramas. Tampoco nos lleva un fragor sinfónico, simplemente son rumores, en los que reparamos al no distraernos demasiado la luz.
En estos días de niebla, la luz, aunque dominante de mañana, se torna una referencia imprecisa en nuestra marcha. No guiándonos, más parece que nos rodea, que esconde inminencias. Tras la entrada en ese hayedo blanquecino y desfigurado se nos van presentando lentamente las muestras: un haya de copa redondeada se adelanta a darnos la bienvenida; detrás de ella, las restantes una tras otra, se van perfilando como mástiles en su laberinto; al fondo se ve una roca verde oscura con una armadura de ramas. Llaman a este paraje Leateko Harria. Es punto de reunión, por lo que he visto, de corzos, quizá también de ciervos. Nadie peregrina por estos pagos. Pero el verano es la estación de los confiados y de los que en busca de maravillas se pierden. Hay un susurro de madera que se estremece, cosa de brujas y sortilegios, seguramente. Algunos nunca volvieron, ¿quién sabe? quizá el bosque les acogió, quizá sigan en él penando.
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