Pillar butaca de segunda fila y que te flagelen con la entropía, con Newton o con la Ilustración es más de lo que un asiduo al circuito teatral modelo Gran Vía puede soportar. «¡Nos quieren echar de las salas! ¡Quiero mi dinero!» exclamaría airado a la salida. Como otros designios de los programadores son inescrutables, atribuyo a esa insoportable gravidez de la ciencia entre los hispanos enterados el que a día de hoy no se haya publicado ni estrenado el que algunos consideran uno de los mejores dramas del siglo XX, Arcadia de Tom Stoppard. Bastaría el Nobel, su muerte fortuita o un perfil equívoco para que sonaran con insistencia los teléfonos de su representante y lo tuviéramos en una semana en las tablas y en las estanterías. Pero no ha sucedido, y los enterados lo siguen ignorando.
Arcadia es una obra compleja en la que un elenco doble pasa revista a la deriva de la ciencia y de la cultura en general, en su tránsito del clasicismo al romanticismo, tomando como imponente metáfora la segunda ley de la termodinámica, lo que supone un marco de acción que va de la necesidad al azar, del calor al frío, del orden al desorden. La trama avanza con una intriga indagatoria sobre Lord Byron entre unos personajes del siglo XX y se adentra en las pulsiones emotivas y liberadoras de sus antecesores de comienzos del siglo XIX, en el sereno mundo nacido de la Ilustración.
El controvertido debate da ocasión a alegatos humanísticos como el de Bernard: «No hay que confundir el progreso con la perfectibilidad. Un gran poeta es siempre oportuno. Un gran filósofo es una necesidad urgente. No hay prisa para Isaac Newton. Estábamos muy contentos con el cosmos de Aristóteles. Personalmente, yo lo prefería. Cincuenta y cinco esferas de cristal ajustadas al cigüeñal de Dios es mi idea de un universo satisfactorio». Pero también a las dudas de Hanna, para quien la Ilustración representa «Un siglo de rigor intelectual encerrado en sí mismo. Una mente caótica sospechosa de genio. En un escenario de emociones baratas y falsa belleza ... El declive del pensamiento a la sensación».
Ambos grupos disponen de escenario común en una misma mansión señorial rodeada de frondosos jardines. Miradas oblicuas sobre el pasado, personajes bisagra entre ambas épocas, alusiones explícitas e implícitas a personajes como Byron y Ada Lovelace, y numerosas coincidencias de fondo acaban convirtiendo la obra en una reflexión profunda y oportuna sobre la huella del tiempo en nuestra cultura. Cultura en la que no se evitan, por no importunar o agraviar a los beocios, las cuatro reglas aritméticas y de cuyo debate la ciencia forma parte indivisa, reconociéndose en ella la espoleta que fulminará el hipnótico determinismo del siglo XIX y lo dispersará entre las incertidumbres del siglo XX.
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