Cuando escribo, soy consciente de que inevitablemente me escribo. Leyendo lo aquí escrito unos meses después, cuando ya no tiene ningún sentido corregirlo, tengo la impresión de recibir noticias de un viejo conocido. Acompaña además a ese primer reconocimiento del autor cierta sorpresa, que llega a ser estupor cuando los rasgos mostrados entre líneas desentonan a ojos vistas con mi probable retrato presente. Ya sé que la identidad –o lo que quiera que los escritos reflejen- es algo maleable, que navega siempre bajo el compás de lo vivido. Y sé también que lo transcrito supone un elaborado ajuste que viene a mostrar la distancia entre lo que soy y lo que fui. Por eso, a medida que me voy reconociendo en las palabras que me llegan del pasado, me convierto en lector perplejo de aquel autor que escribía para mí.
jueves, 1 de julio de 2010
Contraescrito
Cuando escribo, soy consciente de que inevitablemente me escribo. Leyendo lo aquí escrito unos meses después, cuando ya no tiene ningún sentido corregirlo, tengo la impresión de recibir noticias de un viejo conocido. Acompaña además a ese primer reconocimiento del autor cierta sorpresa, que llega a ser estupor cuando los rasgos mostrados entre líneas desentonan a ojos vistas con mi probable retrato presente. Ya sé que la identidad –o lo que quiera que los escritos reflejen- es algo maleable, que navega siempre bajo el compás de lo vivido. Y sé también que lo transcrito supone un elaborado ajuste que viene a mostrar la distancia entre lo que soy y lo que fui. Por eso, a medida que me voy reconociendo en las palabras que me llegan del pasado, me convierto en lector perplejo de aquel autor que escribía para mí.
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