Nuevamente de vuelta al 18 de julio. La transición relegó la fecha al olvido y son muchos los que poco o nada saben de él. Creo que nunca debió hacerse, y menos que nunca ahora que asoman modos y actitudes que recuerdan aquella época. Cuando de niños recabábamos información de aquellos tiempos atroces es poco lo que obteníamos de nuestros mayores, que parecían parapetados tras un muro de vergüenza y silencio. A lo sumo se nos señalaba que con el paso del tiempo la situación había cambiado tanto que éramos incapaces de comprender lo sucedido. Hubieran bastado los testimonios de los perseguidos, demasiado próximos según luego supimos, para componer nuestra visión personal y dar un poco de aire fresco al ominoso y cargado ambiente que habían dejado los muertos.
Volviendo a esa explicación recibida, a día de hoy me sigo preguntando francamente si no somos capaces de comprender o si no hay mucho que comprender. En el primer caso habría esperanza de encontrarle a todo alguna explicación en los libros o en el estudio. En el segundo, y creo que este es el caso, no existe más que exigir la rendición de cuentas por delitos de lesa humanidad. Cuando uno hojea los escritos de entonces, los del 18 de julio y los de los días posteriores, apenas sale de la conmoción y frente a semejante balance esta exigencia parece lo único juicioso.
Podemos tomar como símbolo y paradigma al poeta que puso en circulación en los meses previos al golpe militar los términos de «cruzada» y de «movimiento nacional». Es el mismo vate que unos días después proclamaba a micrófono abierto: «La guerra, con su luz de fusilería, nos ha abierto los ojos a todos: la idea de turno o juego político ha sido sustituida para siempre por la idea de exterminio o expulsión». Como la historia europea nos ha hecho ver el resultado de tolerar este tipo de aberraciones, comparemos lo ya conocido y juzgado con esta bravata impune. Detengámonos por un momento en lo que se dice aquí. ¿Se trata de licencias poéticas del orador o se preconiza aquí una política de exterminio?. Lo cierto es que el poeta ganó con esas vilezas su crédito político. Este es el mismo hombre que fue colocado en octubre de 1936 al frente de la comisión de Cultura y Enseñanza del gobierno de Burgos, para adaptar los centros de enseñanza a las orientaciones del nuevo estado. Al año siguiente, en una intervención como telonero de Franco, apostillaba con gracejo, no sabemos si a modo de balance final tras las purgas emprendidas: «El catecismo o el refranero, que hablan por afirmaciones, son más creíbles que los profesores de Filosofía, que hablan por argumentos».
Un año más tarde el personaje, que se había labrado un perfil político aterrador, se sintió llamado a la más alta misión que concedérsele pueda a un poeta: escribir una epopeya. En Zaragoza, en 1938, daba a luz, más que a la imprenta, su Poema de la Bestia y del Ángel. Me quedo en el prólogo, ahí donde se cruzan las dos líneas temáticas. Frente a la oposición, poco dialéctica la verdad, entre el bien y el mal, se anuncia y se gesta en términos marianistas (sic) el nacimiento de una nueva era. Sería Franco en este apergaminado y apocalíptico contexto algo así como un mesías armado y redentor político. Sólo añadir que debidamente contrastado, y aunque lo parezca, el extracto presentado no es de broma ni de pega.
«Por donde quiera que se mirase todo estaba lleno de enormes perspectivas y dilatadas trascendencias. Todo estaba listo para grandes cosas. Nos tocaba sufrir otra vez gloriosamente. Teníamos otra vez medio mundo detrás y medio delante. Estaban, otra vez, frente a frente, como Apolo y Vulcano en la fragua velazqueña, las dos únicas fuerzas del mundo: la Bestia y el Angel. Los aires estremecidos de fuego, se habían llenado de una terrible Anunciación. Y España, por quinta vez en la Historia, aceptaba su destino y derribaba la cabeza para decir: He aquí la esclava del Señor…», (José María Pemán, 1938).
Como muchas o demasiadas veces me viene pasando, también en este caso me pregunto a quién ve él detrás de ese «nos». Son siempre ellos, los mismos, y todos juntos, ahí escondidos tras el pronombre, parecen verdaderamente siniestros...
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