En música los trazos amplios imponen por lo general un punto de serenidad, siempre que la trazada previa no los llene de oscuros presagios. Con esto sucede como con las pausas y los silencios, que tan pronto pueden conducirnos a la reflexión como anunciarnos un cambio inminente y radical. Con el espíritu agitado, así en general, el compositor recurre a otros modos y la interpretación aparentemente los multiplica. No obstante, a ambas, serenidad y agitación, les conviene la tensa expresión, con un acento necesariamente desigual, porque en calma la tensión nos ayuda a crecer y en crisis a resolver.
Queda por señalar el aire que se le imprime a esa crispación. De entrada podría tomarse el ritmo festivo del scherzo clásico, marcarlo muy vivo hasta que aflore en él la desazón, como en la sonora carcajada del descreído. No se pretende arrumbar, sino subvertir el esquema. Por eso surgen los motivos melódicos, acompañados de disonancias que suenan a desapegos, a voces muertas emergiendo azuzadas por un ritmo dislocado. No creo tampoco que los recursos técnicos busquen escenificar el virtuosismo sino el juego banal de las emociones dispersas, intentando amagar risas donde cabría el llanto. Un ejercicio revulsivo para quien se veía por oficio condenado a elevar y a serenar conciencias, como el que maneja mareas.
D. Shostakovich, Sonata para violoncello y piano en re menor, op. 40, II Moderato con moto
H. Schiff, violoncello; A. Bertoncelj, piano. EMI, 1984.
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