De nada puede valer un perfil del autor si no deja ver su intención. Si ésta no es buena ni clara, el perfil poco va a decir de él, y lo que diga nada aclarará.
Al verla acudir una y otra vez a la punta del junco tuve la sensación de estar ante una ocasión única, ante uno de esos momentos sublimes. Sobresaltado por algún oscuro resorte, o por el atávico masculino, saqué la cámara, apunté y disparé. Es sabido que cuando atrapa al cazador un relámpago —y aunque sea al revés, tanto da—, nunca llega a saberse qué clase de pieza se ha cobrado. Es puro instinto el fogonazo, está de más el para qué. Harán otros ciencia y literatura, y celebrarán el acierto del cazador, al que el resplandor envió al negro anonimato. Son ellos los que contarán que dejó tras de sí un trofeo, como objeto de evidencias. De ahí parten todos los discursos: el de los testimonios, el de los dibujos, el de las artes, el de las fotografías, el de los compendios y el de las enciclopedias. Y todos frente a la naturaleza, escenario siempre dispuesto a sobrellevar otro nuevo relato, aunque con él y su cazador perdamos el hilo. Volviendo, pues, a la punta del junco, es de justicia añadir que hasta entonces mi atención había estado más con el tritón, que nadaba indolente y feliz en su charca de primavera, por allá monte arriba, al abrigo del enorme Mendizar. Fue al moverse el junco cuando mi vista se desvió al caballito, a sus veloces idas y vueltas. Mejor que no me ponga a contar que era una libélula roja, porque hay guías y hasta tratados completos sobre ella, prácticamente ya todo se ha escrito. De la que vi, de sus formas y maneras, quizá sea yo el único testigo, de modo que anotaré, en cuanto compre una guía y junto a la fecha, que era de un rojo anaranjado, de vuelo revoltoso, vivaz, con unas alas de finísimo encaje. Y al lado, en la misma página, si la foto prospera, constancia de nuestro encuentro, de aquel instante que para mí se queda.
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