viernes, 6 de mayo de 2011

Séneca copa otro bastión


Campanarios de la abadía de Cluny
Con las primeras luces llegó Séneca a la vieja basílica al frente de sus tropas de asalto estoicas. No tardaron en ir sacando de su deleite a cada uno de los miembros del clero, a los que finalmente reunieron en la cabecera del templo. Pese a haberles dado a conocer sus pacíficas intenciones, su tono seco, junto a su aire severo y marcial, empezaron a intimidar a la comunidad. De poco sirvió su invitación a ser ejemplo de serenidad y templanza, su consejo de dar fiel testimonio de las virtudes que predicaban y su orden de mantenerse a la espera de esa señal que su corazón siempre había anhelado. Impacientes en exceso, más que tranquilizarles, tanta advertencia sembró la inquietud en el grupo, que aún seguía un poco sorprendido y plantado de pie en medio de la nave. Habría pasado una hora y seguían en poder del comando de imperturbables, cuando algunos de los clérigos, presos ya de irrefrenable y tremendo temor, fueron cayendo lentamente de rodillas, al tiempo que se golpeaban el pecho compungidos y con ostentosa afectación. Buscando desde el suelo con la mirada la tenue luz que se filtraba por la vidriera, uno de ellos inició trémulo el canto. Acompañado poco a poco por los demás a coro, las viejas estrofas se convirtieron ahora en cálida muestra de bienvenida y espontánea alabanza a la rectitud y elegancia moral de sus vigilantes invasores. Hubo entonces algún grito disconforme y movimientos extraños en la sacristía, pero inmediatamente atraparon al sacristán, cuando trataba de ganar el templo y encabezaba la resistencia llevando a aquella espesa penumbra su imponente ejército de rígidas imágenes, rodeadas de velas y cirios encendidos. Al entrar en su cuartel, encontraron incluso las hachas de cera en manos de inocentes niños encapuchados, que esperaban, como rehenes del sacristán, órdenes del clero para salir rodeados de fuego y ganarse su liberación de por vida. Aplacada con drásticas disposiciones esta infantil y desesperada tentativa, a mediodía todo parecía estar tranquilo. El clero, de pie en el coro, seguía cantando incansable y monocorde, con emoción contenida, neutra e intemporal. Sentados en los primeros bancos del templo, los niños les escuchaban embelesados, como si delante tuvieran a los ángeles dando rienda a sus sosegadas pasiones. El sacristán, sin embargo, fue obligado a empujones a subir a lo alto de la torre y quedó en ella encerrado en solitario, sin más dedicación que tañer campanas de victoria y marcar así los pasos necesarios para ir enterrando con el tiempo, en la rutina, cada uno de los sucesivos y monótonos días.

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