sábado, 21 de mayo de 2011

Parada en City Hall


Hace unos días me contaba mi amigo Rafa Guastavino cómo, estando de maravillado viajero en Nueva York, cogió la línea 6 del metro para ir hasta el puente de Brooklyn, al Sur de Manhattan. Como era la última estación se acomodó junto a la ventanilla para ver pasar las lucecitas en los largos y oscuros túneles del trayecto, hasta que quedó sumido en un insoportable sopor. El vagón fue despoblándose a medida que la gente descendía en las sucesivas paradas. Finalmente el tren llegó a la estación terminal de Brooklyn Bridge, donde seguramente alguien debió de dar por megafonía la voz de «last stop». Pero Rafa no la oyó, y continuó en su plácido sueño sin que nadie le advirtiera del nuevo viaje que emprendía. Cuando el tren empezó a recular, el traquetreo se agudizó y un extraño ruido de raíles le despertó. Miró entonces por el cristal: ni la dirección era la de antes ni el camino parecía el mismo. Sin embargo, poco a poco fue haciéndose la luz al entrar en lo que parecía ser una estación desconocida. Allí los conductores se bajaron y desaparecieron rápidamente por una de sus salidas. Como parecía que la parada iba para largo y habían abierto las puertas para ventilar, decidió salir al andén y echar una ojeada. Sobre el arco que cubría la salida principal, un rótulo daba nombre a la estación, City Hall. Ese mismo nombre y una fecha borrosa figuraban en uno de los billetes que recogió del suelo. La estación formaba una amplia curva, a la que los vagones del convoy se adaptaban con dificultad. El espacio semejaba a una larga cripta tubular, compuesta por una sucesión de bóvedas cubiertas de ladrillo y baldosas de colores a la catalana, que acababan formando en las paredes laterales elegantes arcos de medio punto. En la zona central, la luz se filtraba tímidamente a través del techo por una franja de vitrales decorados con delicadas geometrías, lo que unido al leve resplandor lateral procedente de las bocas de salida daba al decorado un aspecto recogido, casi íntimo. Al lanzar la mirada hacia el túnel del fondo, el progresivo achicamiento de los arcos abovedados iba creando una tenebrosa perspectiva en la que se confundía la profundidad con el vértigo de lo desconocido. La atmósfera estancada, el aire denso y dulzón, hacía pensar en una estancia olvidada, poco visitada, como anclada en tiempos pasados. En medio de aquel ambiente, creció en él la sospecha de que el tren se había estacionado en la sala de un antiguo palacio gótico, cuyas salidas conducían directamente a Gotham City y en la que el mismísimo Batman tenía su discreta y exclusiva estación. No hubo tiempo para muchas más cábalas, porque escuchó algunas voces por las escaleras. Se introdujo rápidamente en el vagón y tomó su asiento. Las puertas se cerraron y el tren arrancó sin destino conocido. Aún pasmado por su incursión en aquel subterráneo gótico, se dejó llevar por el cansancio hasta que amaneció avisado por un empleado. Llevaba éste un extravagante uniforme, revestido con una larga y oscura capa, y cubría su cabeza con un raro tocado rematado en dos curiosas puntas, que por delante le ocultaba parte del rostro. Somnoliento todavía, Rafa le preguntó que adónde se salía desde City Hall. Con aire sombrío, el empleado le respondió que no recordaba ninguna estación con ese nombre. Fue entonces cuando él metió la mano en su bolsillo y sacó el billete. El de la capa sacó una pequeña linterna, dejando ver una insignia amarilla en el pecho, y miró el billete con suma atención. Al rato torció el gesto y se dirigió a él para comunicarle: «Señor, este billete ya no es válido, es de 1945. Debo de dar parte de esta infracción». No parece que a Rafa le importara demasiado pagar la multa. Cuando volvió a casa, a Barcelona, la colgó en un bonito cuadro junto con el billete de City Hall. Y a todos nos contaba que fue Batman en persona quien le puso esa multa.

Antigua estación de City Hall, New York,
diseñada por Rafael Guastavino, abierta en 1906 y clausurada en 1945

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