miércoles, 2 de marzo de 2011

Impresión y emoción


Si uno escucha la voz de la calle, advertirá que son pocos los que se declaran emocionados. La palabra ha ido desapareciendo del habla, salvo en tono de confesión. Las emociones han quedado afincadas en nosotros como un capítulo reservado, por demasiado revelador. El temor a que, a través de los gestos, demos con ellas señales de debilidad o flaqueza está siempre presente. En consecuencia, ese grado de transparencia personal parece peligroso para cualquiera que se mueva en medios marcados por la competencia. Esto ha hecho que en esas mareas ganen prestigio los que sirven como anclas emocionales. Nos referimos a personalidades muy logradas, impasibles a los altibajos de lo que les rodea, a los que su autocontrol les permite emitir en una única longitud de onda, bien sea la de la entusiasmo o la de la codicia. Sin embargo, la idea de que estos modelos por sí solos transmiten estabilidad e ilusión a su entorno no parece bien fundada. A los que seguimos percibiendo las emociones como señales, esos silencios emocionales nos resultarán a la postre sospechosos.

Ante la ausencia de emociones en esos ámbitos públicos, poco a poco han ido surgiendo sustitutos. Pensemos, por ejemplo, en la impresión, y más en concreto en la diferencia entre el individuo profundamente impresionado y el visiblemente emocionado. La impresión apenas deja huella externa y la interna es sólo presumible, porque no hay reflejo de ella. No es como la emoción, con la que uno alcanza a expresar algo madurado internamente, en un diálogo consigo mismo. Por eso podemos decir en declaración reflexiva que uno se emociona, pero nunca diremos que se impresiona. Podrá mostrarse, sentirse o verse impresionado, pero no puede impresionarse a sí mismo. Hoy los espectáculos, y el arte residual transmitido en ellos, se venden como algo impresionante. Sería económicamente aventurado anunciar un espectáculo bajo promesa de conseguir emociones. Las emociones programadas en emisiones televisadas nacen tan falseadas que nadie las reconoce como tales. Y cuando surgen espontáneas, por ejemplo entre las noticias, la falta de costumbre nos las hace intolerables. Probablemente corresponda al arte preparar en ese terreno emboscadas más sutiles, que no fomenten el sentimentalismo muelle y manipulado, sino que nos empujen a la audacia, a intentar con ayuda de la emoción volver a ser nosotros mismos.


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