Con ella había charlado circunstancialmente, tanto antes como después de saberse de su enfermedad. Los cambios, aunque fueran los que dieron un giro inesperado a su vida, no alteraron del todo su estilo. Realmente, poco más que esos cambios podría yo haber percibido. Pero no, no daba la impresión de vivir amedrentada, a lo sumo afligida por no dar salida a la lista de tareas aplazadas. Aún seguían vivas en ella las huellas de la responsabilidad y del oficio. Por lo demás, en el último encuentro que recuerdo, transmitía naturalidad y afecto sincero, el calor propio de las despedidas. No parecía hecha a evadirse con suspiros o a quedar en suspenso, prefería llevarnos al terreno de las palabras sencillas. No vi ningún ánimo de entrar en evocaciones o de anunciarnos su ausencia, sino un ejercicio de respeto a lo cotidiano, más valioso si cabe en su situación. Una situación de la que a decir verdad es más lo que imagino que lo que realmente conozco. Leí, no obstante, la entrevista que le hicieron en el periódico dos semanas antes de su muerte como enferma terminal de cáncer. Es un gesto para el que hace falta mucho coraje: una cosa es admitir en privado y otra distinta es declarar en público tu final. Con lo que allí contaba, y con lo que previamente de ella había conocido, tuve tiempo para meditar sobre esa llegada inminente de la muerte. Son cosas que uno debería de aprender y que lamentablemente no se enseñan. Tres fueron las que más se me quedaron. Había algo de sistemático, pero poco de artificial, en su organización de la espera, con la cotidianidad como hilo conductor y permaneciendo, en la medida de lo posible, a la escucha de la naturaleza. Había en ella una voluntad de transmitir, al borde del umbral, afecto y comprensión para quienes nos quedábamos y pienso también que quería morir enseñándonos muy humildemente un nuevo camino. Había en esa voluntad de contar, una confianza ciega en las palabras, que para ella serían, junto a otras armas paliativas, un gran consuelo, el último contacto con los suyos, el escenario final de los afectos. Anteayer nos reunimos un montón de gente a modo de despedida en una sala de conciertos. Algunos recordaban con su imagen proyectada en pantalla otros momentos y épocas. Sonó la música de un cuarteto, hubo lágrimas y desahogos. A la salida unos y otros nos quedamos charlando. Por encima de los recuerdos, muchos nos fuimos con la sensación de que gracias a ella algo muy valioso habíamos aprendido.
miércoles, 30 de marzo de 2011
La despedida de Marisol Aríztegui
Con ella había charlado circunstancialmente, tanto antes como después de saberse de su enfermedad. Los cambios, aunque fueran los que dieron un giro inesperado a su vida, no alteraron del todo su estilo. Realmente, poco más que esos cambios podría yo haber percibido. Pero no, no daba la impresión de vivir amedrentada, a lo sumo afligida por no dar salida a la lista de tareas aplazadas. Aún seguían vivas en ella las huellas de la responsabilidad y del oficio. Por lo demás, en el último encuentro que recuerdo, transmitía naturalidad y afecto sincero, el calor propio de las despedidas. No parecía hecha a evadirse con suspiros o a quedar en suspenso, prefería llevarnos al terreno de las palabras sencillas. No vi ningún ánimo de entrar en evocaciones o de anunciarnos su ausencia, sino un ejercicio de respeto a lo cotidiano, más valioso si cabe en su situación. Una situación de la que a decir verdad es más lo que imagino que lo que realmente conozco. Leí, no obstante, la entrevista que le hicieron en el periódico dos semanas antes de su muerte como enferma terminal de cáncer. Es un gesto para el que hace falta mucho coraje: una cosa es admitir en privado y otra distinta es declarar en público tu final. Con lo que allí contaba, y con lo que previamente de ella había conocido, tuve tiempo para meditar sobre esa llegada inminente de la muerte. Son cosas que uno debería de aprender y que lamentablemente no se enseñan. Tres fueron las que más se me quedaron. Había algo de sistemático, pero poco de artificial, en su organización de la espera, con la cotidianidad como hilo conductor y permaneciendo, en la medida de lo posible, a la escucha de la naturaleza. Había en ella una voluntad de transmitir, al borde del umbral, afecto y comprensión para quienes nos quedábamos y pienso también que quería morir enseñándonos muy humildemente un nuevo camino. Había en esa voluntad de contar, una confianza ciega en las palabras, que para ella serían, junto a otras armas paliativas, un gran consuelo, el último contacto con los suyos, el escenario final de los afectos. Anteayer nos reunimos un montón de gente a modo de despedida en una sala de conciertos. Algunos recordaban con su imagen proyectada en pantalla otros momentos y épocas. Sonó la música de un cuarteto, hubo lágrimas y desahogos. A la salida unos y otros nos quedamos charlando. Por encima de los recuerdos, muchos nos fuimos con la sensación de que gracias a ella algo muy valioso habíamos aprendido.
Etiquetas:
vida
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario