martes, 1 de marzo de 2011

El último tributo del pueblo merague



Diseminadas entre tres o cuatro pequeñas poblaciones, las gentes del alto Terala vivían al amparo del Ngiché, punto culminante de la imponente cordillera del Ngama, justo donde brotan las aguas que lleva el caudaloso Tera. Parece que esa montaña inabarcable y tremenda escondía para ellos un símbolo de salvación, que oculto normalmente entre densas nubes se dejaba ver los escasos días claros del año como un difícil paso hacia otro mundo invisible. De su cultura han quedado testimonios sorprendentes, en particular algunos ritos relacionados con el uso de su lengua, el merague. Quizá sea lo más notable la asamblea que tenían por costumbre celebrar anualmente con la primera luna después del solsticio de invierno. Siempre se celebró en el mismo escenario, un recogido claro del bosque, aún hoy abierto como una cicatriz al pie de la sombría montaña. En los últimos años, al mismo tiempo que su lengua, el rito fue perdiendo el vigor que antaño había tenido.

El antropólogo Abraham Pierce, que estuvo presente en aquellas reuniones, cuenta con detalle cómo se desarrollaba el ritual. Se acudía desde los distintos poblados en procesión, acarreando una variopinta serie de objetos, generalmente utensilios, adornos y trastos de uso cotidiano. Frente a una enorme fogata recibía a la comitiva el chamán o sacerdote y acto seguido los asistentes se iban colocando a su alrededor. Para cada objeto se seguían pautas fijas. Cita Peirce en concreto el caso de una enorme cornamenta de algún tipo de carnero. Fue inicialmente presentada y ofrecida por el sacerdote, con la vista puesta en la montaña, y seguidamente lanzada al fuego. Hasta ahí el protocolo apenas se distinguiría del de otros ritos de purificación. Lo sorprendente venía después, cuando la comunión de los presentes cantaba reiteradamente el nombre del objeto en un tono cada vez más quedo hasta que finalmente se imponía el silencio. Estos pasos se repetían para cada uno de los objetos.

Tuvo ocasión Pierce de interrogar a los meragues sobre el sentido de la ceremonia. Según le contaron, la palabra «cornamenta» ya nunca volvería a aludir a objetos como el que fue pasto del fuego, sino a algo «más alto», que Peirce en un principio no consiguió descifrar. Intrigado por la respuesta, se vio obligado durante algún tiempo a mantenerse a la escucha para ver si la palabra volvía al habla común. Sucedió pasado un tiempo, en circunstancias bien distintas, ya que apareció convertida en algo así como «fuerza» o «potencia». En su informe a la Academia, Pierce daba a este cambio de significado una curiosa interpretación. El rito supondría, en su opinión, una ruptura de la alianza que ligaba a la palabra y al objeto referido, que una vez liberado y sublimado retornaría al seno de la montaña. Era para él sumamente significativo que la salvación representada por la montaña quedara ligada en la ceremonia a su condición de sumidero de lo concreto. Con la reaparición de la misma palabra con un nuevo significado, ajeno ya a lo concreto, se lograría la reinvención de esa voz en otro nivel, lo que vendría a suponer un ejercicio de abstracción, inspirado por el fuego, una vez más depurador universal de concreciones e imperfecciones.

Por osadas que parecieran las teorías de Pierce, el tiempo vino de manera indirecta a confirmarlas. Su discípulo Matthew Finsley tuvo ocasión, unos años más tarde, de seguirle el curso a este proceso de progresiva abstracción. En su cuaderno de notas señaló como momento decisivo en la evolución del lenguaje merague la última reunión celebrada. Para entonces el Terala venía siendo visitado por gentes de otros parajes que imponían las formas de uso y intercambio de objetos propias de las mercancías. Es probable que en algunos meragues se viviera esta práctica como una «degradación de la dignidad inmaterial de los objetos depurados» (en expresión un tanto alambicada de Finsley). En la ceremonia a la que éste tuvo acceso, la última de la que se tiene noticia, el ritual se alteró sensiblemente. Sin entregar objeto alguno, todo comenzó cuando frente al fuego apareció el sacerdote. Reclamó la presencia de una joven y ante ella se arrodilló y humilló mostrando su cabeza desnuda. Tomó la muchacha un corto machete y fue cortando lentamente, con delicadeza, su larga cabellera. Produjo honda impresión entre todos verle despojado del cabello y ofrendando sus restos en una pequeña bandeja antes de lanzarlos impasible al fuego.

En los días siguientes Finsley se mantuvo presto al habla de los meragues. Con creciente frecuencia empezó a escuchar «cabello», pero ahora como un signo de locura. Sin llegar a discernirse su significado, de ahí pasó a asociarse a grados indefinidos de «confusión», en expresiones que cada vez incorporaban más voces de otras lenguas. No hubo tregua para la palabra, que en esos contextos entreverados pasó a denotar la defunción de los objetos, en variadas formas que iban de la «destrucción» a la «aniquilación». Cuenta Finsley que, como consecuencia probable de los recientes flujos e intercambios, los meragues empezaron a preferir las palabras de los pueblos visitantes para hablar de cosas concretas, al no lograr trasladarles, e incluso ver fuertemente rechazado, el uso de cualidades y conceptos. En todas estas situaciones confusas siempre persistía el recurso a hablar del «cabello», presentada como un reducto y como la última palabra, pero tácitamente como fórmula de capitulación. En su memoria Finsley confirmaba este ocaso con un dictamen impropio de un estudioso y recurrente en lo poético: «Nunca lograron desprenderse de la imagen del agotado anciano. El aura en la que crujían sus pensamientos y sus palabras desapareció aquel día en el fuego. Puede que el eco de aquellos apagados cantos de despedida a las palabras siga vivo allá arriba en la montaña, intentando encontrar nuevos mundos a través de las profundas nieblas».


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