lunes, 21 de junio de 2010

¿Qué nos enseñan las abejas?


En esta época final de la primavera la enjambrazón, y la consiguiente fundación de nuevas colmenas, que muchas inician ya en mayo, tiende a su fin. El hombre asiste desde hace siglos a estos episodios con innegable fascinación y busca en ellos con ahínco las claves del éxito del ordenamiento social de las abejas, como si de ahí pudieran extraerse valiosas lecciones morales. Personalmente, esa traslación o proyección de las costumbres apiarias a los humanos, con pretensiones edificantes, nunca me pareció inocente. Tomemos como muestra algunos pasajes del extenso y famoso ensayo La vida de las abejas de Maurice Maeterlinck, publicado en 1901.



A comienzos del siglo XX, en el apogeo de su grandeza, nuestras sociedades burguesas europeas empiezan a vislumbrar los primeros signos de inestabilidad. Es el momento de acudir a la metáfora social de las abejas para dotarlas de una épica y situar a escala humana lo que sólo es un acontecimiento natural instintivo y sin prejuicio racional alguno. Con la enjambrazón el instinto de supervivencia se acaba colocando por encima de la dirección o planificación de los hechos. Nadie decide, todo se sucede bajo el mandato del espíritu de la colmena, del genio de la raza. Y así conducidos, se llega a un orden distinto y alternativo al de la libertad, el de la necesidad de procurarse como especie un futuro. Estaríamos entonces ante un orden nuevo del que se dice que atiende a leyes más altas y que exige grandes sacrificios a nivel individual, pero sin el cual las sociedades serían difícilmente viables. Un orden biológico que renuncia sin excusa a la comprensión de los mecanismos del comportamiento social de los individuos, aunque sean humanos. A propósito de la enjambrazón encontramos en la obra un párrafo, muy celebrado, que expone el punto con suma claridad.

«En fin: el espíritu de la colmena es el que fija la hora del gran sacrificio anual al genio de la especie —es decir, la enjambrazón—, en que un pueblo entero, llegado al pináculo de su prosperidad y de su poderío, abandona de pronto a la generación futura todas sus riquezas, sus palacios, sus moradas y el fruto de su trabajo, para ir a buscar lejos la incertidumbre y la penuria de una patria nueva. Es un acto que, consciente o no, supera ciertamente a la moral humana».

Cierto que el lenguaje es fruto de su época, pero la historia del siglo XX permite ver en este tipo de textos los signos de armadura verbal previos a la consecución de los desvaríos sociales venideros. No se trata de emitir juicio, sino de leer los anuncios que llegaban y de señalar que el arsenal lingüístico e ideológico, del que luego se echó mano, se había ido organizando con bastante anterioridad. En el pasaje, aparte de ese tono de renacimiento redentor, tan cercano a la resurrección cristiana, llama la atención la valoración final del acto. Se habla de un acto inconsciente que supera la moral humana, tanto como decir que el acto inconsciente colectivo está por encima del acto consciente individual a la hora de conservar la especie. Aquí la lírica biologista viene para secuestrar sin pudor al libre albedrío del hombre.

Curiosamente esa apelación al espíritu de la colmena, con toda la carga alegórica que conlleva, desemboca un poco más tarde en un intento de localización física de ese espíritu, que se resuelve de forma poco original. De un modo más o menos vago se apela al cerebro como órgano determinante de ese espíritu, aunque no se llegue a precisar la forma en que se concretan las decisiones. Todo parece acabar con la recreación, en el cerebro de la reina, de una dirección que con anterioridad se había atribuido al difuso genio colectivo. Y precisamente es en esta petición de un principio decisor donde aparecen algunas de las claves menos amables de lo que pretendía ser una fábula con tintes veristas y biológicos.

«Aquí también, como en todas partes del régimen del mundo que conocemos, donde está el cerebro está la autoridad, la fuerza verdadera, la sabiduría y la victoria».

A decir verdad luce bien poco esa sabiduría (que no la razón) entre tan poderosos y avasalladores acompañantes. Haciendo moraleja, esa afirmación busca únicamente individualizar el alabado genio de la raza o de la especie, el mismo que al principio se desprendía de la intuición colectiva. La elección mediante la cual se individualiza cierto gobierno, recae de forma científicamente gratuita en la reina. Hay razones para sospechar que esa alianza del principio de maternidad, encarnado por la reina, con el ejercicio de la dirección busca tácitamente aprobar la necesidad de una jerarquía natural 'en todas partes'. Mediante el simbolismo adoptado en esta parábola biologista se nos hace saber que la dirección social nunca será individualizable, o bien que el gobierno no será posible, sin una propuesta de fuerza y autoridad. A veces las metáforas resultan un poco inquietantes.


2 comentarios:

Unknown dijo...

La sociobiología siempre es peligrosa y, sobre todo, inútil. Pero para quien quiera servirse de los insectos sociales como ejemplo de organización perfecta de grupos, valga este nuevo hallazgo:
http://news.bbc.co.uk/2/hi/science/nature/6291429.stm
http://www.lmneuquen.com.ar/noticias/2010/5/2/63418.php
Básicamente se trata de que las abejas cambian de lugar y de grupo social en cantidades masivas, sin problemas. Conclusión: eliminar visados de entrada y derechos y deberes por origen.
Y es que si debiéramos ser como las abejas, pongámonos a elaborar miel en vez de jamón a dar picotazos en vez de misiles tomahawk; digo.

Hilario Mendiaga dijo...

Albórbola: Creo que a este paso y si le sacan punta a las analogías deberemos conformarnos con que los sociólogos no nos instalen en el lomo ese aparato de Radio Frequency Identification (RFID).