Son muchos los que plantan en el blog su escritura como el que espera algún tipo de cosecha o que sus ideas fermenten en el éter, normalmente en vano. Otros, sin embargo, nos vemos más bien levantando algo parecido a una ciudad fantasma. Bien es verdad que ciudades las hay de muchas clases, tantas al final como sus visionarios. Hay, por ejemplo, gente que las prefiere luminosas y alegres, repletas de reclamos y fórmulas de acogida para los curiosos. Hay otros que hacen en ellas gala de su devoción técnica y las inundan de cacharrería y otros efectos. Y están, por último, los que optan por dar cabida a una forma de ser, a un estilo, a su ambiente, por muy oscuro e irritante que parezca. Es de ley natural y urbana que la ciudad, a medida que crece, se abra a tierras y paisajes variopintos. Pero, a pesar de la apertura, son esas últimas ciudades tan intrigantes las que inevitablemente encuentran problemas para cuajar. Dicen los que las visitan que en ellas se ven sometidos a un extraño juego de señales y guiños, lo que les genera un incómodo desasosiego. De nada vale que su arquitectura sea amable, su factura más o menos impecable, sus calles rectas y sus plazas ajardinadas. Como tocada por un maleficio, sus solitarios visitantes temen ir más allá de la sorpresa con la entrada en dudosas aventuras. A los que a fuerza de coraje se han convertido en vecindario, la rutina del paseo les ha ido disipando esas incertidumbres. Por si no bastara, a todos ellos les queda el recurso extremo de volver su mirada socorrida allá a lo alto, donde se erige la altiva figura del campanario. A diario se asoma a su balconcillo un duende burlón, que parece empeñado en mover sin tiento su campana y convocar a fiesta con el repique, sin mayor aliciente que el anuncio de nuevas lecturas y calenturas.
martes, 25 de enero de 2011
Abierto pero etéreo
Son muchos los que plantan en el blog su escritura como el que espera algún tipo de cosecha o que sus ideas fermenten en el éter, normalmente en vano. Otros, sin embargo, nos vemos más bien levantando algo parecido a una ciudad fantasma. Bien es verdad que ciudades las hay de muchas clases, tantas al final como sus visionarios. Hay, por ejemplo, gente que las prefiere luminosas y alegres, repletas de reclamos y fórmulas de acogida para los curiosos. Hay otros que hacen en ellas gala de su devoción técnica y las inundan de cacharrería y otros efectos. Y están, por último, los que optan por dar cabida a una forma de ser, a un estilo, a su ambiente, por muy oscuro e irritante que parezca. Es de ley natural y urbana que la ciudad, a medida que crece, se abra a tierras y paisajes variopintos. Pero, a pesar de la apertura, son esas últimas ciudades tan intrigantes las que inevitablemente encuentran problemas para cuajar. Dicen los que las visitan que en ellas se ven sometidos a un extraño juego de señales y guiños, lo que les genera un incómodo desasosiego. De nada vale que su arquitectura sea amable, su factura más o menos impecable, sus calles rectas y sus plazas ajardinadas. Como tocada por un maleficio, sus solitarios visitantes temen ir más allá de la sorpresa con la entrada en dudosas aventuras. A los que a fuerza de coraje se han convertido en vecindario, la rutina del paseo les ha ido disipando esas incertidumbres. Por si no bastara, a todos ellos les queda el recurso extremo de volver su mirada socorrida allá a lo alto, donde se erige la altiva figura del campanario. A diario se asoma a su balconcillo un duende burlón, que parece empeñado en mover sin tiento su campana y convocar a fiesta con el repique, sin mayor aliciente que el anuncio de nuevas lecturas y calenturas.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Pasas todos los días por la misma calle, del mismo barrio. Un día ves una ventana que no estaba, o eso crees. Siempre ha estado ahí, solo que cerrada; entreabierta recibe una luz distinta, y parece una abertura nueva en el muro de siempre. Igual es horrorosa pero es nueva, que ya es ser.
Publicar un comentario