domingo, 23 de enero de 2011

El niño del olivar


Olivar de Monjardín
Cuando el día pinta un poco gris, tiendes a bajar los ojos rendido por el escenario opaco y algo temeroso ante lo que tienes encima. Pero, si al mirar a tu alrededor te ves en medio del olivar, no puedes menos que animarte. Al abrigo de las vistas, con los pies anclados en tierra y bajo un techo plateado, te sientes como si te recorriera un vertiginoso canal de corrientes impetuosas. En ese estado podrías dejarte elevar hasta vagas alturas, allá donde nadie cuenta las horas. Suspendido en el tiempo, lo que abajo sucede comienza a parecer un juego. Desde lo alto ves llegar a un niño que pasea entre los olivos con su cesto y que ágil se encarama para coger lo que ya todos desdeñan. Hace poco que varearon aquí la aceituna y se respira un profundo sosiego tras la marcha de los aceituneros. El ramaje aún exuberante y frondoso te envuelve con fragancias húmedas y apagadas. Si además cierras los ojos, crees estar acudiendo confiado al regazo de tu nodriza. Sin embargo, el rumor que el viento levanta invade poco a poco el remanso y va trayendo en oleadas pájaros peregrinos de mirada curiosa, largos picos y estridente plumaje. Llegan a ti como un espectáculo exhausto, aunque se insinúan solícitos en ese pícaro juego de hacerte niño. Tú sigues ahí plantado en medio del olivar, como el del cesto que ofrecía sus olivas a manos llenas, con los brazos extendidos, rodeado por una ruidosa turba de pájaros. Y a medida que revoloteaban y se posaban, se iba viendo vestido con un nuevo y colorido traje de plumas. Le llenaban después los oídos sus cantos y zalemas, y hasta le contaban las aves de sus angustias y fatigas. Al final, quedaba entre ellas prendido y emplumado como un dócil ángel, como un talismán, al que amagaban con llevarse en vuelo a su paraíso. Y ahí es cuando observé, ya casi despierto, cómo al verse perder pie, echó el niño la vista al suelo. El musgo tenaz aguantaba firme el envite, como si el ángel necesitara de un último impulso para abandonar su olivar camino del paraíso. Algo ahí se le resistía, porque alguien le hizo saber que jamás volaría, que en el cielo nadie habitaba y que de esas ramas, a no tardar y en menos de un año, volverían a colgar las aceitunas.

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