Villa Il Gioiello, Arcetri, Firenze |
—Vincenzo, ¿qué tal se encuentra el maestro?.
—Luego podréis verlo y conocerlo; ahora mismo descansa, porque luego suele subir al telescopio y, aunque ya no ve, allí se queda hasta bien entrada la noche— le respondió mientras tomaba su equipaje y le acompañaba a la puerta. Una vez dentro de la casa, Torricelli le rogó a Viviani que le mostrara el gabinete de trabajo con el fin de ir dejando sus libros.
—Temo que no sea del agrado del maestro. No le gusta que nadie ande en sus cosas— le respondió algo compungido.
—Bueno, lo dejaremos para luego— resolvió Torricelli. Se oyó un ruido de puertas y apareció por el fondo del pasillo un titubeante anciano, guiado de la mano por el fiel Peri.
—He escuchado el sonido de las caballerías y he imaginado su llegada— le dijo a Torricelli a modo de saludo mientras se movía a tientas hacia él. Este le tomó con decisión ambas manos, al tiempo que le dedicaba una profunda reverencia:
—Maestro, aquí me tenéis, aun consciente de mis enormes limitaciones, sólo aspiro a poder seros mínimamente útil en lo que Vos estiméis.
—A buen seguro lo seréis— le respondió Galileo con desenfado, y a continuación le hizo una seña con la que parecía invitarle a entrar en el gabinete.
—Señor— le dijo Galileo tras pasar al interior, —va para tres años que entregué a las prensas de Elzevir mi diálogo sobre las ciencias del movimiento y buena parte de lo que allí escribí pudo ser contrastado con pruebas empíricas en las máquinas y artilugios que por aquí veis.
A la vez que hablaba, le señalaba una larga canaleta inclinada de madera con graduaciones diversas, provista en su parte inferior de un dispositivo de relojes de arena y agua.
—Leí vuestra obra— continuó, —y se os ve diestro en el arte geométrico de la demostración. Pocos serían capaces de enmendar al gran Arquímedes y de poner a prueba sus métodos. Por esa vía quisiera yo seguir ahora y por eso me alegra tanto teneros aquí—. El silencio le hacía ver entregado a su interlocutor, y así animado siguió con su discurso:
—Últimamente he puesto a punto un péndulo, del que registro y calculo las oscilaciones, y estoy por afirmar que existen tiempos e intervalos que apenas varían.
A medida que hablaba, la callada y atenta presencia de su visitante avivaba su expresión con nuevas emociones, ideas y maquinaciones, llevándole durante un buen rato a dar cuenta de todos sus proyectos pendientes. Por su parte, Torricelli iba asistiendo mudo, pero fascinado, a la sucesiva presentación de todas aquellas demostraciones, dispositivos y aparejos. Cada una de ellas concluía, como en una tácita invitación, con toda suerte de previsiones y cábalas sobre los resultados que estaban por llegar. Muchos temas le resultaban familiares. En realidad, los escritos de Galileo le eran de sobra conocidos. Su mentor Castelli, que lo conocía bien, le había ido poniendo al tanto de los avances científicos que se colaban en sus cartas, aunque con la discreción que le caracterizaba. Pero era difícil de imaginar a partir de aquellas breves noticias el formidable despliegue que acababa de contemplar en el gabinete. Cuando algún tiempo después, ya como secretario de Castelli, tuvo oportunidad de leerlas, lo más patente no eran las invenciones sino su lamento ante el insoportable confinamiento al que se le había condenado y que se prolongaba desde hacía ya ocho años. De hecho la reclusión le había minado seriamente la salud y lo había dejado prácticamente ciego. La ayuda de Viviani durante este último año había resultado providencial, pero había temas geométricos que difícilmente podía resolver con él. Cuando Torricelli recibió del maestro la primera carta, en la que le invitaba a trasladarse a Arcetri, quedó entre halagado y perplejo. Sabía del férreo aislamiento al que se veía sometido y sabía también que más de uno de sus colegas académicos le rehuía por temor a indisponerse ante la omnipotente curia romana o al menos a quedar bajo sospecha. Recordaba bien aquel tono de derrota con el que confesaba a Castelli en una carta: «La edad ha mermado la velocidad y vivacidad de mi pensamiento e intento entender cosas que demostré cuando era más joven». Y sin embargo, fue precisamente por entonces cuando sobrado de achaques y pejigueras se embarcó en la que sabía sería su última obra, de cuya publicación podía asegurar que estaba vetada de antemano. Los años transcurridos habían añadido a las últimas cartas cierto dramatismo y descreimiento. Poco quedaba de la diáfana prosa del Mensajero de las estrellas, del irónico Salviati del Diálogo sobre los dos sistemas o del agudo redactor del Ensayador. Sus palabras, tras ocho años de solitaria reclusión, sonaban en ellas como la petición de socorro de un condenado.
Al recuerdo de Torricelli vino entonces aquel día de junio de 1633, el día en el que el tribunal de la Inquisición condenó a Galileo Galilei a un período de cárcel a discreción del Santo Oficio, añadiéndole sarcásticamente la obligación de recitar cada semana durante tres años los salmos penitenciales. Y aquella primera acogida en Siena, en casa del arzobispo Piccolomini, que le hubiera mantenido en un ambiente propicio para sus tareas científicas, pero que pronto se vio truncada por una denuncia. Y también aquel primero de diciembre de 1633, en que se le confinó definitivamente en su propia villa Il Gioiello, con la exigencia de «permanecer solo, no llamar ni recibir a nadie, por tiempo al arbitrio de Su Santidad». Fue el propio vicario del Inquisidor quien le aconsejó que desistiera de pedir gracia para su situación bajo la amenaza de verse devuelto en caso contrario a la prisión del Santo Oficio. Supo el prisionero entonces que «su confinamiento sólo terminaría con el que nos es común a todos». Preso de tales recuerdos, mal podía imaginar en aquella velada Torricelli, contagiado con tantas y tan renovadas esperanzas en medio del imponente gabinete, que tres meses después de su llegada a Il Gioiello le cedería el maestro definitivamente su testigo para hacerlo su heredero y continuador.
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