jueves, 3 de febrero de 2011

Otra vez llega el año


2011, Año del Conejo, postal diseñada
por Myanmar Lexikon Technology
Hoy luna nueva, la segunda después del solsticio de invierno. A los naturales de China se unen sus descendientes en medio mundo para festejar la entrada del año nuevo. Supongo que ellos como el resto también pasarán página, se embriagarán de nuevos propósitos y volverán a las esperanzas de siempre, en vista de que tampoco fructificaron el pasado año. Al fin y al cabo las esperanzas son personales, pero la confianza colectiva depositada en ese emblemático conejo, que hoy se presenta como signo del cambio cíclico, es algo que no consigo entender. Mucho tendríamos que cambiar en las culturas de raíz judeocristiana para afirmar nuestras esperanzas mirando a las virtudes de un escogido grupo de animales.

Entiendo, evidentemente, el carácter simbólico de esos pronósticos para el año, pero también sé que los símbolos naturales suelen ser expresión residual de una visión de la naturaleza. Y por aquí a los animales rara vez se les concede tanto crédito simbólico, parece que lo fiamos más al sol o a la luna. Pagamos en ese punto nuestra escasa sintonía con el entorno natural. Nuestra naturalidad se ha venido educando para proceder de forma poco flexible, y menos reversible. Por un lado, admitimos en fábulas y pantomimas la proyección de nuestras emociones en animales, pero por otro, somos reacios a ver el eco profundo en nuestras propias emociones de las de otros seres vivos. Con esos presupuestos la gente encuentra insensato buscar fórmulas de protección en símbolos totémicos.

Menos escrúpulos tenemos a la hora de conceder esa función a objetos inanimados a los que fácilmente convertimos en fetiches o talismanes. El caso de las reliquias es quizá el más llamativo, porque en ellas hacemos pervivir un espíritu protector, al que aceptamos como una emanación natural tras una vida santa y ejemplar. Si torpe es atribuir facultades a esos restos, no lo es menos convertir en genéricas unas emociones que han sido dirigidas por una historia personal y proponerlas después como conductas modélicas. Hace mucho que los santos, como símbolos virtuosos, apenas nos dicen nada. Lo que queda es puro fetichismo, incluido hoy mismo San Blas y sus roscos, ese remedio definitivo para la garganta.

Algunos creen que nuestra esperanza nos obliga a vivir contemplando esa galería de incontestables e incomprensibles figuras del santoral. De poco sirven esas esperanzas llegadas desde lo más alto, si no se aprecia uno inmerso, o ni siquiera se reconoce, en los ciclos que le afectan, ciclos que generan afectos en la vida que le rodea. Y el año natural es uno de ellos. Nos debería de bastar con crear fortuna y compartirla, y para ello quizá sea lo más certero empezar por contemplar sin arrogancia nuestro entorno natural y sentir que desde hace siglos llevamos la mirada de todas sus especies reflejada dentro.


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