lunes, 29 de noviembre de 2010

Aporía de nosotros los simples


Pantalla de SimCity 3000, Electronic Arts (2010)
Con lo simple ya contamos, es nuestro territorio primero. A partir de ese capital unitario el tiempo tan sólo nos señala dos vías, su multiplicación o su conservación. La primera aviva nuestro sueño de demiurgos, de autores rebosantes de vida en un mundo nuevo. En él surge lo múltiple con la eclosión espontánea de réplicas tan simples como la primera, y en ello pronto vemos signos de crecimiento. Crece innegablemente lo simple, aunque sin claro destino, más allá del crédito que en origen nos deba. Con esa proliferación de lo simple todo anuncia una expansión a escala imprecisa de nuestra propia simpleza. Una posibilidad que pasa inadvertida a aquellos autores que todo lo fían a la existencia de un orden que guíe la aparición y acoplamiento espacial de las nuevas generaciones de simples o a la hipótesis de que su concurrencia genere un crecimiento que de lo posicional vaya a lo funcional y de lo funcional a lo organizado, un crecimiento verdaderamente orgánico. Llegados a este punto no está de más señalar que en el simple, demiurgo o no, la complejidad se convierte necesariamente, mirando al orden o a los órganos, en una ilusión incontrolable.

Los partidarios de la segunda vía, la conservacionista, suelen considerar cualquier posible tránsito de lo simple a lo complejo como aleatorio y metodológicamente inviable. Este escepticismo los mantiene presos de lo simple hasta el punto de promover una auténtica sacralización de la genuina simpleza. En la devaluación de la sencillez primaria, previa a su disolución en lo múltiple, advierten una actitud derivada y artificial que acarrea en el dueño de lo simple una irreversible pérdida. Para evitarla no hay otra defensa que la elevación de esa difusa cualidad de lo simple a categoría sustancial en la unidad numérica, un registro sólido e impenetrable que asegura su pervivencia. A partir de ahí, en el ejercicio de su simpleza, ese uno del simple busca su pareja y dominio en todo lo que por ser también uno y a nuestro alcance le corresponda. Abre entonces su dominio a todos los unos mundanos que quedan de ese modo reunidos como un uno solo. Esto hace que el culto a la unidad empiece a serle rentable, puesto que de existir un mundo, forzosamente debe ser suyo. El mundo no crece aquí movido por la ilusión, es la ilusión que el simple lleva dentro sin saberlo.

Es así como el devenir del simple, en su soberana simpleza, discurre siempre encarrilado entre la ilusión de poseer todo lo posible en el mundo y la de generar todos los mundos posibles.


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