sábado, 20 de noviembre de 2010

Ciudades y costumbres


Probablemente a finales del siglo XVI en el reino de Castilla ya no se ejecutaba la pena de vergüenza pública con el rigor que Las partidas de Alfonso el Sabio dictaban para el adulterio, fuera éste sobrevenido o consentido. En este delito quedaban señalados con similar castigo, además de la adúltera (porque sólo éste era al parecer el caso delictivo), el cornudo paciente y la alcahueta pública, esta última por ejercer el arte de la tercería. En definitiva, un triángulo amoroso en el que clama la ausencia del burlador, del adúltero. El jurista Antonio de la Peña, en su Tratado muy provechoso, útil y necessario de los juezes y orden de los juicios y penas criminales de 1570, describía la ejecución de la sentencia del siguiente modo: «Lo que hoy en nuestro reino se practica es que sacan al marido y a la mujer caballeros en sendos asnos, él desnudo delante y ella vestida detrás con una ristra de ajos en la mano, y cuando dice el verdugo: 'quien tal hace que tal pague', ella le da con la ristra».


En el atlas de ciudades Urbium Praecipuarum totius Mundi, editado en Colonia por Georg Braun con grabados de Franz Hogenberg entre 1572 y 1617, se recoge con cierto detalle esta humillante práctica. La lámina corresponde a la ciudad de Sevilla. En ella vemos en cabeza de la comitiva a la alcahueta subida en su jumento y envuelta en una nube de moscas. Le sigue el marido con tremenda y florida cornamenta, bien repleta de banderitas y hasta con su campanilla. Detrás va la mujer que se cubre la cara con barbas y arrea con una rama al compungido marido. El de los ajos es aquí el alguacil, que también gasta corneta para anunciar el paso. Cierra el desfile la autoridad armada y bien cabalgada, que seguramente vela para que los curiosos no se desmanden con sus mofas.


El apunte documental y el talento artístico los puso aquí el flamenco Hogenberg, cuyas costumbres y usos, por rígidos y severos que fueran, mucho debían de distar de los sevillanos. En realidad le extrañaron lo bastante como para estampar este cruel paseo bajo la imagen de la ciudad, como su santo y seña. Aunque tuvo la delicadeza de vestir al cornudo, no le ahorró escarnio. Ni a él ni a las dos descarriadas, a las que contrapuso dos solemnes esfinges cubiertas de respeto, de pies a cabeza. El jolgorio con el que los mirones reciben a los afligidos paseantes no parece haber cambiado sustancialmente.


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