martes, 2 de noviembre de 2010

Palabras que no responden


No hay drama comparable al de quien renuncia a la palabra y se somete mudo al vendaval emotivo que como un castigo el mundo despierta en él. Por crítico y decisivo que resulte el abandono de la vida, debemos de reconocer que esa renuncia constituye una decisión de un orden distinto. Únicamente un distanciamiento consciente de la vida podría parecerse a ese rechazo radical a la expresión propia. Evidentemente, que esta renuncia se produzca por la devaluación del lenguaje o por su pérdida de relieve es también diferente a que llegue tras la progresiva desaparición de interlocutores. En el segundo caso el distanciamiento puede ser calificado de natural o vegetativo, pero en el primero hay un enfrentamiento directo a la representación que se ofrece tras el flujo de palabras.

Decir que la renuncia supone un modo de afrontar, o más bien de eludir, la realidad es algo obvio. En todo caso no suelen ser las definiciones ni la compostura del discurso lo que falla, no se trata de un problema de retórica fallida. En su despedida algunos han hablado de su falta de capacidad para engranar y dar vida -aunque sea mediante un vuelo parabólico con metáforas y analogías- a todos esos mundos cuya significación día a día languidece, a los que ven cada vez más próximos a una oscuridad mineral y permanente. De la misma forma que nadie es deudor de palabras, nadie puede hacer hablar a los objetos. El día que ya no llegue a tomar voz en nosotros un mundo, por armónico y complaciente que haya sido, quizá lo demos por muerto. Si esa sombra ominosa se extiende y nos van fallando mundos a los que interpelar, puede que seamos nosotros quienes debamos darnos por mudos, y a efectos externos por muertos.


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