sábado, 6 de noviembre de 2010

La luz evasiva


Telescopio reflector de W. Herschel
Como tantas veces, la cena con Lexell acabó resultando sumamente estimulante. El hombre, un tanto taciturno, acudía con agrado al animado y tumultuoso domicilio de Leonhard Euler, donde hijos y nietos se asomaban de vez en cuando al salón con irrefrenable curiosidad. El joven Fuss, también invitado, había llegado a la cita poco antes y, en el momento de su entrada, le estaba mostrando a Euler las copias pasadas a limpio del último trabajo. Cuando se sentaron a la mesa, Euler hizo que bajaran las lámparas y en un ambiente de general recogimiento inició con visible unción la bendición de la mesa. Pese a los largos años de estancia entre Berlin y San Petersburgo, era en él costumbre, como viejo y devoto calvinista, añadir a la fórmula ritual un breve sermón.

Empezó agradeciendo a la divina providencia los parabienes recibidos, aunque pronto se orientó hacia la moral y la virtud, «nuestro verdadero alimento» dijo, y se mostró confiado en que con su ayuda estuviera cercana la victoria de la luz sobre las tinieblas. Afligido durante los últimos años por una progresiva y prácticamente irremediable ceguera, este tema era en él recurrente, si bien su discurso le llevó en esta ocasión a derroteros algo menos frecuentados. Y así manifestó su deseo firme de que fuera visible
en el cielo el rastro perenne de esa luz virtuosa, pero como una luz próxima y bien definida, no como la inabarcable y difusa luz proyectada por la vía láctea. Hubo un momento en que su frágil figura pareció verse arrebatada por tan vehemente deseo, mas pronto retornó a su habitual tono sosegado y complaciente, con el cual cerró su alocución.

Después de dar cuenta de una cena más bien frugal, todos volvieron en animada conversación al salón. Lexell puso entonces al tanto a Euler y Fuss de sus avances en el estudio de la trayectoria del nuevo cometa descubierto en 1781 por Herschel. Habían pasado dos años y, a pesar del convencimiento general, dejó caer la sospecha de que esa trayectoria pudiera ser más cerrada, con lo que la lejana y tenue luz observada por Herschel en el telescopio acaso fuera la de un nuevo planeta. Entusiasmado ante esta posibilidad, Euler solicitó a sus criados que trajeran la enorme pizarra que tantas veces le había servido de apoyo y se dirigió a Fuss para que fuera transcribiendo en ella como secretario las fórmulas. Al cabo de unas dos horas, entre los tres, habían logrado dar una primera expresión formal de la órbita del planeta.

Tan encantado estaba Euler con el resultado de las indagaciones, que pidió a Lexell que le llevara hasta el ventanal, donde apenas se insinuaba entre nubes el leve resplandor de las estrellas. Con la mirada opaca parecía Euler querer adivinar ansioso la situación del nuevo planeta. Agotado por ese cruel e inútil intento, el desánimo le iba haciendo mover a uno y otro lado su cabeza. Lexell puso entonces una cálida mano en su hombro y, conduciéndolo de nuevo a su asiento, le dijo a modo de consuelo: «Conseguís deducir, señor, luces que acaso nunca veais». No fue del todo cierto, porque ese mismo día, el 18 de septiembre de 1783, dos horas después, Euler partía en busca de esa luz tan evasiva.


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