viernes, 19 de noviembre de 2010

A escena



En la escena política con la llegada de los asesores de imagen la comedia está asegurada. Todo empieza con esa elección de disfraces, que suele conceder prosapia y oropeles a quien con su sencillez mejoraba. Y si el traje en el candidato no encaja, por ir de genuino o por contrahecho, pasan a desbastarle asperezas y a podarlo por los extremos para ponerlo en circulación como ejemplar homologado y neutro. Cuando todo el elenco de la obra luce en la orla bajito, pero a la misma altura, los asesores creen haberle ahorrado al sensible elector, que los conocía de sobra como gigantes o cabezudos, algún temible y devastador efecto. Tanta delicadeza apenas se ve recompensada, porque es muy cierto que todo lo que se disimula en ropaje nos lo devuelve el mal actor en crudo, en cuanto atosigado por el público comienza a fruncir el ceño. En realidad no hay modo de velarle la cara, de salvar ese último espejo. Hay quien opta por sacarlos en tropel, haciendo bulto, para que no resulten tan manifiestos, pero al final es de ley que hablen, que trasladen a la ciudadanía algún mensaje fácil y a poder ser escueto. Se afloja entonces el resorte para que el candidato vaya lenguaraz y suelto, aun a riesgo de que el discurso no cuadre, pero con la precaución de repartirlo en folleto. Para la despedida himnos, clamores y luces, globos para los niños y al protocolo fieles en todo momento: en camisa ante los jóvenes y de corbata con los viejos, a las mujeres beso ligero y a los adversarios buen palmeo, al reportero evasivas y al fotógrafo un gesto adusto, orgulloso, fiero.

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