De nada puede valer un perfil del autor si no deja ver su intención. Si ésta no es buena ni clara, el perfil poco va a decir de él, y lo que diga nada aclarará.
Esperas el domingo para salir de la rutina y el domingo te ofrece lo que le llega. Hoy, lluvia. Incomoda al principio, pero luego te vas haciendo al camino y pronto lo olvidas. Lo que no ha podido ser con el tiempo, suele ser posible al elegir destino. Es verdad que esa es una elección un poco más desvaída, menos trascendental que antes, una elección que ha perdido parte de sus exigencias. Contaba mucho, por ejemplo, la altura de la montaña y sus vistas, un posible encuentro con otra gente, la novedad del lugar, el paisaje y hasta la comida. Ahora con lo que tengo a mano cerca de casa casi me basta, aunque siempre se agradecen nuevos horizontes. El destino empieza a ser el camino. Uno elige el camino y confía en que el entorno y el ambiente —que no son lo mismo— vayan dando réplica a su esfuerzo. Estoy por decir que he perdido casi mi obsesión por las panorámicas y que, pese a mantener viva la curiosidad, ya no tengo ese interés jupiterino por abarcarlo todo con la vista. Y eso que hasta hace cuatro días, como quien dice, repasaba y saludaba desde la cumbre, y con sus nombres, cada uno de los montes a la vista —una pedante lección que acogía con admiración el párvulo de ocasión y con indisimulado deleite yo mismo. Ahora va uno a otra cosa, a otro tipo de detalles, y si conoce el camino aún más. Que si aquel recodo, que si aquí empieza la cuesta, que si llegamos al árbol del muérdago, que si este año no han salido aún los narcisos... A veces te giras para avisar: ¡cuidado, barro!, ¡ojo, que se resbala! o ¡por aquí, a la derecha! Pero el momento que más esperas es sin duda ése en que se oye un rumor entre los arbustos, y ahí te detienes de repente, miras hacia atrás excitado mientras señalas el vacío con la mano y preguntas entonces a media voz: ¿lo has visto, verdad?
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