viernes, 1 de abril de 2011

Cielo azul


Apollon servi par les nymphes (1666-73), François Girardon
Grotte d'Apollon, Versailles
Sólo las multitudes nómadas que acampan regularmente en las playas hacen del azul del cielo un signo de pureza y lo reciben como una bendición. Ese cielo raso ha entrado a formar parte de uno de los ritos obligados de nuestras religiones contemporáneas. En ese rito los devotos se untan con diversos tipos de aceites y ungüentos antes de exponerse desnudos al sol benigno. Cegados por el astro, dejan pasar las horas ajenos a la creciente inclemencia que les va sorbiendo desde el tuétano hasta el seso. A medida que su piel se dora y amenaza con encenderse, vemos levantarse a los mancebos, furiosos como sátiros, galopando, saltando y atropellando todo a su paso antes de zambullirse entre las olas. El rito continúa cuando de las olas resurgen y con lasciva indolencia recrean su estatua frente a un coro de atentas y acaloradas ninfas a las que se presentan como hijos de Apolo. En ese recreo los vemos desperezarse indolentes y estirando sus brazos, como si les poseyera el espíritu burlón de las fuentes y las inocentes aguas se escurrieran para dar brillo a su figura. Llega después el momento álgido del rito con un juego de improvisados contactos y sorprendentes frutos. Avisados los faunos y otros númenes, contemplan divertidos desde los bosques cercanos la burda parodia de estos figurantes en su empeño por fecundar a las ardientes ninfas sin perder su flamante, rígida y apolínea compostura. Les asiste desde el azul el mismísimo Zeus descargando, ante el decepcionante espectáculo, sus rayos sin piedad. Junto a él, el Olimpo al completo ríe el cómico intento y compadece a estas tribus nómadas en su capricho ritual playero. Nadie allí entiende esa pretensión de festejar a Eros todopoderoso en su aventura enviando a pleno sol tras las redomadas ninfas, a una panda de eunucos protuberantes y sudorosos, sin otras dotes que sus relucientes músculos.

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