Hasta quienes hemos hablado desde discretas tribunas conocemos esa sensación embriagadora de las palabras, ese momento en que acompañamos nuestra incontinencia con gestos enfáticos y teatrales, y creemos haber sometido al fantasma que nos amenaza desde el público. Por su parte, el público espectador no siempre es consciente del engaño que acepta al seguir atónito semejante despliegue gestual. No es que no se capte el cambio de tono y la encendida oratoria del poseído, es que la actuación desmedida deja a su locuacidad convertida en un manso arrullo de fondo. Sólo algunos se atreven discretamente a terciar apuntando «¿no os parece que este hombre se celebra un poco cuando se escucha?».
Otra distinta es la perspectiva del tribuno que cree conocer y administrar sabiamente todos esos efectos verbales. El siglo XX ha conocido desde sus inicios líderes de todos los colores cuajados en las tribunas frente a masas militantes, que les otorgaron agradecidas su devoción a cuenta de crédito político. A todos los ha ido encuadrando el tiempo como hijos de su época, reconocibles por semejanzas sospechosas, sobre todo cuando ebrios de palabrería empezaron a perder pie y a hacer carrera de profetas para sus multitudes. Quizá sorprenda ver que fue precisamente Theodor Herzl, el iniciador del sionismo, quien mejor concretó ese crítico momento de despegue en sus diarios: «Veía y oía cómo nacía mi leyenda. El pueblo es sentimental; las masas no ven con claridad. A mi juicio, ya no tienen una idea clara de mi persona. Empieza a levantarse una ligera bruma a mi alrededor, que tal vez se convertirá en la nube en que ando».
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