Calle de Solsona, Foto: Carme Roura (2007) |
Con todo, no siempre prosperan estos planes y el visitante busca hacer valer su propia idea. Los más osados se imponen como meta llegar hasta los circunspectos vecinos y salvar las distancias establecidas entre quienes circulan por las calles, entre el paseante intrigado por sus maravillas y el vecino que vive encerrado en su red urbana. Pero lo cierto es que al ritual de admiración derrochado por el primero en un gesto de cortesía, responde el segundo con una mezcla de descreimiento y resignación. Es natural que no cale, en quien a diario ve los altos muros de su muralla, esa intriga monumental que al visitante fascina. En su versión de la intriga trata de imaginar qué clase de monumental aburrimiento es el que ha arrastrado a ese transeúnte hasta su ciudad. Por eso se ve francamente sorprendido cuando el visitante, preso de una desorbitada emoción, le envidia una vida que a buen seguro desconoce y que tiende a sublimar, cautivado por el sosiego de sus calles vacías.
No es probable que llegue el vecino a sentirse dueño de tanta fortuna, pero es casi seguro que pronto dará media vuelta ante quien se la pretende endosar y desaparecerá de su vista. Lo más seguro es que vaya rumiando sobre su suerte, mientras recorre las estrechas calles típicas, llega al umbral de su pintoresco y vetusto portal y se adentra en su profunda oscuridad cotidiana. Cuando luego reviva ese encuentro, quizá busque la ocasión de atrapar esa rara fortuna, hasta que desquiciado se asome a la ventana, mire a sus calles de siempre y se le revuelvan las tripas.
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