Hubo un momento en que el porvenir del siglo XX empezó a ser visible en el mapa formado por los innumerables caminos emprendidos por quienes de mejor o peor grado cruzaron el obligado umbral de 1900. Uno de ellos, el novelista Schnitzler, pronto vio con preocupación la desfiguración de aquellas nobles aspiraciones cuya traza se remontaba a los inicios del siglo anterior, y con ella la de los caminos personales que les daban impulso. Reducidos a claves y consignas, cada vez más engranados y cercanos a los tópicos, casi todos ellos prometían la llegada de un venturoso renacimiento social en un nuevo mundo.
Schnitzler publicó en 1908 la novela titulada Der Weg ins Freie. El propio título jugaba con el destino y significación de ese camino (weg), que lo mismo nos podría conducir hacia el exterior que hacia la libertad. Sobre la auténtica naturaleza de ese camino fue más explícito a través de uno de los personajes. Al hilo de una discusión sobre la salida de los primeros judíos vieneses hacia Palestina, embebidos en la fe sionista predicada por Herzl, el joven Heinrich declara: «Cada uno debe ver por sí mismo cómo salir de su cólera, o de su desesperación, o de su desazón, para ganar algún lugar donde pueda respirar libremente. Quizás haya gente que para eso deba ir hasta Jerusalén… Sólo temo que muchos de ellos, una vez alcanzado ese pretendido fin, se vuelvan a encontrar completamente desamparados». Y añadía: «No creo del todo que tales marchas hacia la libertad se puedan emprender en grupo… pues las rutas que conducen a ella no discurren por fuera, por el campo, sino dentro de nosotros. Y toca a cada uno encontrar en sí mismo su propio camino». En esa búsqueda personal, que casi siempre tenemos pendiente, Schnitzler cree necesario invocar la que debe ser «oración cotidiana para el hombre honesto: La fidelidad a sí mismo».
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