De nada puede valer un perfil del autor si no deja ver su intención. Si ésta no es buena ni clara, el perfil poco va a decir de él, y lo que diga nada aclarará.
Puede que la palabra nunca se escriba, pero puede también que nunca se pierda, bastará con que en su círculo se mantenga siempre viva. Celebrarla puede ser algo propio de luna llena, mejor aún de año en año, para que la ceremonia tenga testigo solemne y vaya con el devenir de los ciclos. Ellos y ellas, sin distingos, pero de hábito riguroso y a cabeza cubierta, subirán en procesión hasta el calvero más alto. Todo esto empieza al ocaso, con más reflejos que luces, avanzando por el bosque, entre discretos murmullos. Arriba el acto es sencillo. Se cierra en círculo el coro, se encienden las antorchas, se hace un profundo silencio y sale al centro el orate. Al tiempo que los cofrades se descubren, desde la enramada da el búho las dos notas, con ellas canta el orate la palabra muda, el coro la entona vibrante al unísono y el ave sabia emprende su fantasmal vuelo. Con el ave huye el son a la oscuridad, pero un eco de fondo lo retiene, los cofrades lo envuelven en un silencio de sayones y lo bajan al pueblo como un secreto susurro. Y allí un año más se guarda muda la secreta voz, al abrigo de los vientos, a la espera de que llegue su futuro.
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