Los emblemas de alquimistas me producen una sensación equívoca, porque soy poco dado a las enseñanzas esotéricas. Mi escepticismo no da para grandes esperanzas y providenciales augurios. Acepto más la tradición cuando en ella aprecio algo de sabiduría que en su reclamo como credo. La tradición hermética me parece una amalgama compleja de creencias y prácticas de raíz espiritual intentando simultáneamente dar sentido y buscar la transformación de la materia. La existencia de propuestas analógicas y de vasos comunicantes entre disciplinas entre sí extrañas se ha dado desde su mismo origen, pero han ido decayendo sin remedio todos los esfuerzos por calentar las retortas con energía metafísica. Ha habido también otras afirmaciones sostenibles por sí mismas, sin soporte material alguno, y cuya inclusión en los tratados tiene pretensiones metodológicas, creando una corriente de corte empírico que los grandes científicos integrarían en la corriente matemática con origen en la lógica. Han existido también unos pocos enunciados de carácter general que han servido de hecho para que nuestra aproximación a la naturaleza haya acabado siendo de veras científica. Curiosamente transmitir estos últimos con un lenguaje directo, poderoso y evocador no está al alcance de la mayoría de los científicos, que balbucean a la hora de dar explicación a su firmeza.
En su Atalanta fugiens (1617), Michael Maier, un hombre de la corte praguense del emperador Rodolfo II, reunió una escogida colección de enseñanzas esotéricas, entre ellas algunas de este último tipo. Las otras apenas consiguen deslumbrarme, viéndose empeñadas en buscar su lugar como grandes cuestiones de efecto, alineadas con creencias y renovados mitos de la época. Entre todas me impresionan emblemas y epigramas como el XLII, que encabeza el lema Sean la Naturaleza, la Razón, la Experiencia y la Lectura, guía, bastón, lentes y lámpara para el que quiera aprender la química. Podríamos aquí, por las mismas razones que la química, o la alquimia, considerar propias para el lema cualquiera de las restantes ciencias naturales. Al lema acompaña un epigrama que desarrolla el punto, y en el que se lee:
Que la Naturaleza te guíe, y tu síguela en tu arte,
porque errarás si no es la compañera de tu camino.
Que la razón te sirva de cayado, y la Experiencia te asegure
las luces para que con ella puedas ver las cosas lejanas.
Sea la lectura la lámpara que despeje las tinieblas
para que te guardes, prudente, del amontonamiento de cosas y palabras.
Para la ciencia el carácter programático del epigrama anterior queda subrayado por el emblema que lo acompaña. Por detrás de la naturaleza marcha la ciencia que sigue sus huellas valiéndose de bastón, lentes y farol. Se deja ver en primer lugar que la naturaleza, como guía necesaria, precede a la ciencia, lo que es una implícita afirmación empirista. Al hacer después depender su estudio de la razón y la experiencia tenemos un firme adelanto, a comienzos del XVII, del nuevo signo de la filosofía natural. Tras esta segunda cuestión, merece la pena subrayar especialmente un último punto próximo al final. Esa invitación a evitar el amontonamiento o confusión de palabras viene a ligar la lectura, el estudio, con la idea de análisis. Hemos aprendido después que una lectura será analítica, si se fijan definiciones para los términos, y crítica, si se convalidan los métodos de desarrollo de las proposiciones. Maier deja servido el primer tramo y deja abierto el paso para que Descartes y otros establezcan las condiciones del segundo. Y a partir de ahí despegará el racionalismo.
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