Château Noir devant la montagne Sainte-Victoire (Mina de plomo y acuarela, 1890-1895) Galería Albertina, Viena |
La montagne Sainte-Victoire et le Château Noir (Oleo, 1904-1906) Bridgestone Museum of Art, Tokyo |
Parece que en total fueron 44 los óleos y 43 las acuarelas que Paul Cézanne dedicó al monte Sainte Victoire, el que domina desde levante toda la comarca de Aix-en-Provence, su ciudad natal. Como ningún otro monte, hasta donde conozco, ha merecido tanta atención de un pintor, nos vemos obligados a desviar nuestro foco pasando del reiterado tema directamente a su autor. En estos casos se habla de un espíritu perfeccionista, de la historia de una obsesión, y se aporta como meridiana prueba los nuevos matices progresivamente desvelados y catalogados en perfecta sucesión. El balance de la tesis se suele ajustar a los avances técnicos logrados por el genio enfermizo, a base de buscar entre genialidad y técnica alguna sintonía plausible.
Nadie puede negarle interés a esa radiografía técnica y anímica, pero se trata de un enfoque limitado que parte básicamente de un modelo físico, la montaña, y de su estudio, para evolucionar a un juego en que el propio estudio del modelo revela la impronta personal y variable de la percepción. El modelo retratado vendría a reflejar como en un espejo de doble cuerpo el estado de ánimo y el estado del arte pictórico del artista. Pueden servir de ejemplo las dos obras mostradas arriba. Es bien patente en ellas la diferente forma en que se aborda el modelo. Están ahí la elección de los materiales, los márgenes de observación y el encuadre, el diseño de la arquitectura formal, el ejercicio del trazo, la profundidad y el ritmo de la pincelada. Frente a esos presupuestos técnicos trasciende la ligereza y la vivacidad de la primera obra y el opresivo ambiente que rodea a la segunda. En cada una de las dos el intento expresa una faceta formalmente distinta y bastante reveladora de su horizonte personal. Seguro que reuniendo el conjunto de las 87 facetas sería posible dar contorno aproximado del artista como personaje y obtener el perfil psicológico necesario para escribirle un guión.
No obstante, creo que el esquema anterior se desentiende de un aspecto fundamental. Se trata de la elección de la montaña como modelo, y de esa montaña en concreto. Dejemos a un lado el pintoresquismo, que sería adecuado si el resultado hubiera sido un solo cuadro, e incluso pasemos a un segundo plano al propio pintor con su arbitrio estético. Aquí hay que hablar de observación, pero sobre todo de fascinación. De la fascinación que emana de objetos cuya presencia se impone, más allá de su impacto físico y visual, como si buscaran encaje en una sensible huella interior. Y no son los acentos psicológicos emparentados con la circunstancia del observador los que determinan esa huella. Son otros los acentos deudores que obligan recurrentemente a volver a ese objeto para explorar el sentido de su dominación.
No parece temerario afirmar que la montaña Sainte Victoire se revela en Cézanne como una presencia interior a la que interroga con insistencia. Entrevista desde siempre, desde la infancia, al fondo del valle como el centro del paisaje, como un ancla vital, la montaña describe físicamente los márgenes del amparo y hasta el dominio de una compleja fe. Habita en ella un espíritu que le protege de las inclemencias externas y probablemente de sí mismo. Quizá piensa que debería de ser capaz de compartir ese refugio, aunque no logre expresar lo que le somete, y apuesta por hacer visibles como huellas de esa dependencia las variopintas facetas mostradas por el monte Sainte Victorie, su talismán protector.
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