De nada puede valer un perfil del autor si no deja ver su intención. Si ésta no es buena ni clara, el perfil poco va a decir de él, y lo que diga nada aclarará.
Cuando Abu Ramsafel llegó a Bagdad para ser investido gran visir por el califa Mamun al-Bushid, muchos se preguntaron si el asunto de las caravanas que con tanto celo había perseguido y que le había hecho ganar la estima del califa sería realmente cierto. Que las caravanas de Oriente, particularmente las procedentes de Ispahan, Samarcanda y Bukhara, traían género exótico se sabía de tiempo atrás y hasta el propio califa se complacía con ello. Pero de ahí a pretender que con ellas se estaba gestando una extraña secta, prácticamente un ejército como aquel de los assassins, que desde la clandestinidad amenazaba al califato, había un largo trecho. Aquello sonaba como uno más entre los cuentos de las Mil y una noches. De hecho las estrictas medidas de vigilancia ordenadas por Ramsafel nunca revelaron nada anómalo, ni en el comercio ni en las mercancías. Eso no logró evitar que con Ramsafel surgiera un auténtico estado de sospecha, estado que quedó declarado cuando impotente y ofuscado anunció a los cuatro vientos, a cuenta de las caravanas, que «la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia». Amparado en este arbitrario principio policial fueron muchos los mercaderes, sirvientes y camelleros que repentinamente desaparecieron en la sombra. Poco se supo de ellos durante algún tiempo. Los que venían de los puertos del Golfo aseguraban que había importante movimiento de gentes en las áridas y desérticas tierras del Sur. El rumor, cada vez más insistente, hablaba de las tierras de Ramsafel, donde un fantasmal ejército de esclavos trabajaba de sol a sol en sus olivares. El escaso interés del califa hizo que las quejas fueran desviadas al consejo de sabios en la montaña, el cual pronto tomó el tema en seria consideración. El testimonio de algunos fugitivos y de influyentes mercaderes convenció al consejo de que en los espesos olivares algo se mantenía oculto. Una delegación visitó al califa para darle a entender que una muchedumbre de indigentes se refugiaba en los olivares del Sur y que se corría riesgo cierto de que Bagdad perdiera para el año próximo su abastecimiento de aceite. El suponía que para tal caso contaría al menos con los dominios olivareros de Ramsafel, hasta que se le comentó que éste prefería negociar su beneficio con caravanas que transportaban aceite desde Ispahan y de más allá de las montañas. El día de la investidura, poco antes de la ceremonia, el califa llamó a Ramsafel, que acudió presuroso y radiante, revestido de pies a cabeza con las galas de gran visir. No conseguía salir de su estupor cuando al-Bushid lo enfrentó a aquellas graves acusaciones. Apremiado a dar respuesta, tuvo la insolente idea de solicitar al califa alguna prueba de su delito. Con gesto displicente, pero visiblemente airado, éste le contestó: «Es el califa quien pregunta. Tu petición traiciona la confianza que había puesto en ti. Convendría, además, que recordaras para siempre las palabras de aquel sabio que un día dijo «la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia». Ramsafel cayó en desgracia. Para asegurar el abastecimiento de aceite sus tierras fueron confiscadas. Los supuestos indigentes abandonaron los olivares de muy buen grado y se dirigieron a Bagdad donde les esperaban ansiosos sus familiares. Unos días más tarde se incorporaban a sus caravanas.
Abu Ramsafel y al-Bushid también podrían protagonizar una episodio de El Libro de los avaros, de al-Yahiz, iraquí ilustre que los conoció de todo pelaje y jamás llegó a imaginar a estos dos.
1 comentario:
Abu Ramsafel y al-Bushid también podrían protagonizar una episodio de El Libro de los avaros, de al-Yahiz, iraquí ilustre que los conoció de todo pelaje y jamás llegó a imaginar a estos dos.
Publicar un comentario