No hay ego que no intrigue desde su sombra con poses y pruebas de grandeza, todo en su afán de vivir en una nueva dimensión, pero sin exponerse al ridículo ni salir de su reserva. Eso hasta que el ego habla, porque cuando habla, no tiene más estatura, ni más consistencia, de la que le conceden sus palabras. Para ocultar su propio juego de palabras es probable que el ego hable del lenguaje común como de un instrumento ínfimo, imposible y sobre todo ajeno:
No inventé las palabras; de haberlo hecho, la mayoría de la gente hubiera preferido seguir muda.
Tras olvidarse de invenciones, no tardará en volver la mirada a sí mismo para vivir como algo propio la belleza y la variedad de lo que le rodea:
Me gusta mirar cuando no veo enfrente a nadie, sólo entonces creo que la naturaleza consigue reflejarme.
Por muy agradecido que resulte el paisaje de su conciencia, pronto aparecerán las inoportunas figuras y el ego volverá a su sitio:
Sólo soy humilde hasta donde puedo serlo, porque detrás de mí están todos los demás.
De vuelta a su oficio, evitará tropezar con las palabras sencillas y para ello se retratará a sí mismo como un intérprete oracular:
Incluso antes de empuñar la pluma me siento poseído por el hormigueo de las ideas que me llegan.
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