En medio de la actual confusión política e ideológica, se echaba a faltar algo de altura filosófica en el debate. A la llamada ha acudido al galope, como no podía ser de otro modo, ese infatigable polemista que hasta jubilado resiste como pensador de guardia de la gente de bien. Quizá para no extraviarse en las ideas, ha querido ser parco, a la vez que claro y contundente, con ese destemple que viene últimamente empleando tan propio del zurriago volteriano. Con su dictamen nuestro Catón ha sentenciado implacable a los disconformes e indignados callejeros como «un hatajo de mastuerzos que quiere imponerse a los representantes de la votación popular y que, por tanto, debían ser desalojados por la policía y nada más». En su opinión nada más hay que entender y ningún otro enfoque merece ser atendido, porque no hay ética a la que uno deba remitirse cuando goza de público devoto y de fácil exabrupto.
Echamos ahora nuestra mirada atrás cuando este hombre, Fernando Fernández-Savater, inició su andadura allá por 1971 con una obra titulada La filosofía tachada. Algo de premonitorio había en la cita con la que abría su prolijo discurso filosófico, donde decía: «Aprendan de mí, que he pasado de la nada a la más absoluta miseria». Eran tiempos de marxismo alternativo, de auge en el sector grouchista, desde el que se fustigaba, para hacer un guiño, a los escolásticos de izquierdas. Ahora finalmente, y con pruebas sobradas y cumplidas, parece haber completado el ciclo anunciado por su maestro Groucho. No es cuestión de valorar su trayectoria como privilegiado exponente del pensamiento oficial español. Y digo oficial, siempre muy oficial, por tratarse de una escritura reconocida y publicitada, siempre al amparo de la versión más ventajista del poder. Y como no se puede rebuscar en sus rigores filosóficos, si tuviéramos que hablar, lo haríamos más bien de su entronque en la tradición filosófica nacional, al afincarse de forma precoz en el viejo anarquismo casticista y verse sistemáticamente aquejado por una muy ensayada pero imposible digestión del nihilismo nietzscheano.
La crítica más lúcida y temprana sobre la aportación de nuestro hombre al panorama filosófico, en el marco de la Transición posfranquista, la ofreció Eduardo Subirats quien, convertido en un apestado para la filosofía oficial, buscó otros aires e imparte actualmente sus cursos entre Nueva York y Berlín. En un ensayo sobre esa época, que tituló Después de la lluvia y que vio la luz en 1993, escribía Subirats sobre Savater, después de retrotraerlo al pensamiento de Unamuno y Maeztu: «En esta no transgresión de los límites del tradicionalismo español bajo el gesto retóricamente realzado de histriónico ilustrado reside la clave del pensamiento de Savater, y una de las llaves secretas de la ambigua transformación democrática y moderna de la sociedad española de los últimos años». Si esto es así —y somos muchos los de esa opinión—, poco debería extrañar que Savater salga al ruedo como valedor de ese diseño de democracia amañada y ramplona, que en las calles hoy se contesta, por el momento pacíficamente.
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