Cuando una voz se muestra poderosa, puede acabar resultando desmedida y tener difícil gobierno. Un fino hilo de aguda voz podrá hacer del quiebro su divisa y sonar como un delicado instrumento, pero ese privilegio se desvanece al agravarse la voz. A medida que se oscurecen los tonos, cobran nuevo relieve los contornos, esos brillos aislados que dan cuerpo a la figura musical. En un aria barroca de escritura tensa, con largos períodos, como Lascia la spina, la mezzosoprano debe manejar recursos similares a los de la soprano, pero debe exhibir también una exigente virtud, la de la contención. A veces resulta más fácil hacer brotar apabullante la voz y conducirla de ahí a las alturas, que apagarla con serenidad, fijando humildemente los silencios sin darse a impostadas agonías.
Algo de esto sucede al reinterpretar las arias de los castrati. A falta de continuidad histórica en estas voces, las versiones de sus arias se han prestado a invenciones que no siempre tenían que ver con la música ni la mejoran. Por ejemplo, el aria antes citada, convertida en Lascia ch'io pianga y cantada por la desventurada Almirena en el Rinaldo que Händel estrenó en 1711, ha servido para renovar desde el cine el culto al castrato Farinelli, envolviéndolo con un halo de héroe ambiguo. Sin embargo, la voz de castrato protagonista en esta ópera corresponde a Rinaldo (la estrenó el famoso Nicolino) y obviamente no canta esa aria. Al imponer en la película a la imagen del castrato Farinelli una voz artificialmente mezclada de soprano-contratenor y hacerle cantar ese aria, se completa un extraño y equívoco círculo.
Toda esta componenda tiene mucho de arreglo efectista y oscurece el auténtico brillo de la melodía original. Por eso he acabado por preferir la versión inicial del aria, la Lascia la spina que Händel compuso para su oratorio Il trionfo del tempo e del disinganno de 1707. Es verdad que aquí el aria es vehículo del consejo moral y no de amorosos, algo que resulta difícil de subrayar con una misma partitura. Así que toca necesariamente a los intérpretes aportar al canto, por encima de la composición, su dosis de hondura o de desolación, por más que muchos sólo lleguen a ofrecer los efectos de rutina.
Lascia la spina, del oratorio Il trionfo del tempo e del disinganno, G. F. Händel (1707),
Ann Hallenberg (Piacere), mezzosprano,
Le Concert d'Astrée, dir. Emanuelle Haïm.
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