En cuanto nos hablan de animales fantásticos, acuden de inmediato a nuestra imaginación criaturas de formas híbridas y extrañas, de propiedades y rasgos imposibles, procedentes de geografías remotas o de orígenes fabulosos. Realmente no les ha faltado literatura, en un principio basada en mitos o cuentos populares, posteriormente presentada con un tratamiento más riguroso y científico. En este sentido la frontera determinante se fue cruzando con el progresivo registro de los seres vivos en el sistema taxonómico introducido en el siglo XVIII por Carl Linnaeus. Podría decirse que un espécimen cualquiera comienza a tener existencia científica cuando queda clasificado con arreglo a los criterios de su sistema.
Ahora bien, ni los seres fantásticos responden siempre al patrón anterior ni Linneo ideó un sistema infalible. Constan en él especies de las que ya no quedan ejemplares y también otras que probablemente nunca los tuvieron. A una de estas últimas puso nombre el propio Linneo y dedicó más tarde una nota científica su discípulo Daniel Solander. En el origen del caso está un hecho que bien pudo encauzar su vocación de naturalista. Contaba entonces Linneo con 21 años y vivía en Lund instalado como huésped en casa del Dr. Stobaeus. Alternaba sus clases de medicina en la universidad con frecuentes incursiones en los alrededores de la ciudad de donde iba cogiendo para su estudio todo tipo de plantas y minerales.
Como en tantas otras ocasiones, una tarde de mayo de 1728 esa tarea le llevó a la cercana colina de Fagelsang. El calor animaba a aligerarse de ropa, así que, junto a sus cuadernos e instrumentos, dejó la chaqueta y el chaleco para adentrarse por unos taludes repletos de toda clase de hierbas. Estaba examinándolas cuando sintió una picadura en el brazo derecho. Sin reparar demasiado en ello continuó, pero al rato vio con sorpresa que tenía una enorme inflamación. De vuelta a casa, el doctor Stobaeus advirtió inmediatamente la gravedad de la situación e hizo llamar a un cirujano. Necesitó una profunda incisión del codo a la axila, pero no se llegó a localizar el punto de la picadura ni a conocer el origen de la hinchazón.
Confirmando las habladurías que corrían por aquel lugar, Linneo supuso que el causante de todo había sido un pequeño gusano. No debía de ser fácilmente visible, de tamaño no mayor que el de un cabello, de tono gris y redondeado en sus extremos. Según las mismas fuentes, procedía de los árboles, desde donde se dejaba caer sobre los animales a los que infligía ese venenoso aguijonazo por el que lo conocían los ganaderos. Linneo bautizó la especie con el expresivo nombre de Furia infernalis y la incluyó en las sucesivas ediciones de su enciclopédico Systema Naturae publicadas a partir de 1735. A falta de especímenes que refrendaran su inclusión, la descripción del gusano, extendido por el norte de Suecia y países bálticos, parecía fruto de ese medio natural y de los efectos que se le atribuían.
A finales del XVIII, tras persistentes búsquedas, eran ya muchos los que estimaban como hoy que esa Furia infernalis realmente nunca existió y que era uno más de los animales fantásticos. Su reiterada inclusión en el Systema debe entenderse como una licencia personal de su autor, como una especie de condena nominal en la que Linneo tacha de infernal al desconocido insecto que puso en peligro su vida cuando aquella tarde de mayo le picó.
Entrada en el Systema Naturae (Tom. I, 10ª ed. 1758) |
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